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Cuentos de madres

Volví a tener un hijo hace poco. Tan poco que me duele la cabeza y olvido las palabras en medio de una conversación, igual que si tuviera guayabo, con la diferencia de que no he tomado en un año.

6 de junio de 2017 Por: Melba Escobar

Volví a tener un hijo hace poco. Tan poco que me duele la cabeza y olvido las palabras en medio de una conversación, igual que si tuviera guayabo, con la diferencia de que no he tomado en un año. Un par de veces he tenido algo así como pánico nocturno preguntándome cómo es posible que haya traído no uno sino dos (es mi segundo hijo) criaturas a este mundo.

El pánico aparece en los momentos más inesperados: mientras leo en el periódico que las jirafas se están extinguiendo, al calcular la edad que tendré cuando mi hijo termine el colegio, al leer sobre los ataques en Londres, y, siempre, sin falta, al ver un noticiero. Me aterra el antagonismo entre los relatos de niños maltratados, y el espacio de los comerciales donde los bebés son rechonchos, risueños, rubios, de ojos claros. Miro al bebé que tengo a mi lado: es sustancialmente más pequeño que los de la televisión. Además su piel es amarilla, no es rosada. Y encima de todo grita con unos ímpetus que me producen taquicardia.

Soy testigo de cómo Facebook se ha ido llenando de grupos de madres que comparten información. Sólo madres. Los padres no sé dónde están. ¿En la oficina? ¿Viendo el partido? ¿En el gimnasio? Quizá estarían encantados de leer un artículo sobre el efecto nocivo de los jugos de fruta en bebés de menos de seis meses, pero eso no lo sabremos porque de todos modos nadie los incluye. De cualquier manera, más allá de lo que hagan los padres, las madres siempre están muy bien. Divinamente. Al menos eso dice la publicidad y también la televisión, algunas iglesias y la gente: “Un hijo es la mayor bendición”, un “angelito”, un “regalo de Dios”. Pues créanme que resulta difícil conciliar la imagen del “angelito”, o “regalo de Dios” con el responsable de ese grito sobresaltado que nos despierta de un brinco tres veces en la noche. Pero de eso no se habla.

Según un amigo hippie, la historia rosa de la crianza es “un complot del capitalismo yanqui para hacer que nos sigamos reproduciendo y así mantener los niveles de consumo”. Por supuesto que no creo en esta teoría delirante. Pero aun así no deja de ser extraño un mundo donde la familia, especialmente la crianza, tiene un trato celestial, mientras las cifras de maltrato doméstico alcanzan niveles astronómicos.

¿No va siendo hora de contar la historia tal como es, gozárnosla, en todo su esplendor, su complejidad, su fuerza, y su belleza? ¿Cuál es el problema de contar lo revoltosa que es la maternidad y la paternidad para la propia identidad, al tener que renunciar a nuestra vida de antes, de un golpe y para siempre? ¿Podríamos hablar de lo violento que es despertar a los gritos, o abandonar total o parcialmente proyectos que teníamos hace años? ¿Y qué decir de un niño de 2 o 3 años que sólo quiere hacer su voluntad y someternos a ella? ¿No es una prueba de paciencia y cordura como pocas?

Qué bonito sería poder acercarse a la maternidad sin el rayito edulcorado y celeste que suele teñirla. Un amor líquido, de Carolina Vegas, es un libro honesto que nos acerca a ese viaje al fondo de la maternidad desde sus inicios. Necesitamos más testimonios así. Creo firmemente que si quienes nos embarcamos en este viaje tuviésemos claro su trayecto, muy posiblemente los niveles de frustración (¿y de violencia?) serían menores. Podríamos comenzar por decirnos la verdad sobre la experiencia que, entre otras cosas, resulta mucho más interesante que el cuento de hadas que nos suelen pintar.

Sigue en Twitter @melbaes