Sobreviviendo al covid

“La muerte hace parte de la vida”, me dije, y ese pensamiento, saber que podía despedirme tranquilo, sereno y puro, entre los fuegos y el guirigay lejano de la Navidad, me tranquilizó.

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5 de ene de 2022, 11:50 p. m.

Actualizado el 17 de may de 2023, 11:31 a. m.

Primero fue una tos persistente y algo de congestión nasal; salí al balcón a ver la ciudad en la noche pues era víspera de Navidad y en la lejanía florecían espigas azules y amarillas sobre un cielo de tinta china. Abajo, chóferes y jardineros discutían acerca de la conveniencia de ‘buscar un plomero’, algo que siempre es necesario en fin de año. Por alguna circunstancia el fin de año trae goteras, humedades.

Entre las voces dispersas sentí llegar la fiebre, como un tigre lento que deja chispear sus ojos desde un bosque oscuro; caminaba con pasos afelpados, pero estaba ahí, con su lengua roja de National Geographic, dispuesto a devorarme. La noche febril siempre trae pesadillas; soñé que las lentejas de mi infancia, las que amo todavía sobre todas las cosas, emprendían una procesión por toda la habitación, remontaban el techo y continuaban ahí en una marcha lenta. Eran lentejas crudas, entre verdosas y azules, como las que llegaban desde Puerto Montt, Viña del Mar y Valparaíso al muelle del puerto. Lentejas chilenas, viajeras, las mejores.

En la mañana del 24 me senté en la cama y observé cuánto esfuerzo debía hacer para incorporarme. Mover un brazo, algo que neurológicamente debe ser automático, inmediato, como una respuesta a un estímulo nervioso imperceptible, requería ahora la ayuda de una grúa. Las rodillas estaban también engomadas y las manos parecían de arcilla. Me di cuenta entonces que debía empezar a vivir con el mínimo esfuerzo, pues desplazarme al baño, levantar un brazo y hasta pensar era como raspar el depósito de energías que todos tenemos. Pero ahí no quedaba nada; debía usar un gotero imaginario para darle algo de vida al brazo, a las piernas, al pensamiento.

Fue entonces cuando empecé a orar y me di cuenta, de cara a la noche de Navidad, que ya viví suficiente. Le dije a Dios que si era menester irme de este mundo, bien podía disponer de mi vida, acercarme la barca de Caronte. Tenía ya la moneda apretada entre los labios para pagar el paso al otro lado, a ese lugar en sombras del que nada sabemos. “La muerte hace parte de la vida”, me dije, y ese pensamiento, saber que podía despedirme tranquilo, sereno y puro, entre los fuegos y el guirigay lejano de la Navidad, me tranquilizó.

Tengo muy alto el umbral del dolor, como mis hijas, y a veces los grandes padecimientos son leves para mí; pero sabía que estaba devastado por la fiebre. Como pude, a la mañana siguiente, piqué cebolla y tomate y batí unos huevos. El aroma del café en la mañana es algo que siempre me da una parte de vida. El café era una bebida oscura y caliente, sin olor. El desayuno se me antojó como un batido pastoso, inodoro e insípido. Percibía sí lo dulce y lo salado.

Indudablemente, esto no era una gripita de fin de año, un resfriado pasajero. Una bacterióloga vino a casa y me hizo la prueba de antígeno.
El palillo dentro de mi fosa nasal derecha me dejó una sensación incómoda, como si hubiera recibido alcohol puro ahí. Debí esperar quince minutos y en la prueba apareció una rayita roja debajo de una letra C. Ella me explicó que era negativo y me recorrió una sensación de alivio. “Si la rayita roja aparece debajo de la letra T, eres positivo”, expresó. Pero, mi hija Gabriela me invitó a no confiarme. Me aseguró que la única prueba confiable es la PCR, que algunos de sus amigos tuvieron la misma experiencia de antígeno, y realmente estaban invadidos por el covid, como yo… Ya no había duda.

No sé si en la ventolera de una ciudad que celebró el triunfo del Cali como si no hubiera mañana, en los hervores del Petronio, del cual no participé, o en los vientos confundidos de una feria de la cual nada supe, llegó hasta mí la culebrilla del Ómicron, el champiñón del Delta o el misterioso IHU, para ponerme de rodillas frente a la muerte.

Creo que tener dos dosis de la vacuna Pfizer es algo que me salvó, por ahora; también las seis dosis de azitromicina recomendadas por Antonio Joaquín García, y los litros de jugo de naranja al amanecer, al medio día, en la noche, la Ivermectina, el jengibre, las vaporizaciones de eucalipto.
Por ahora, salgo a la luz como la oruga que abandona su nicho; lentamente, con ya un poquito de energía en el depósito.
Sigue en Twitter @cabomarzo

Medardo Arias Satizábal, periodista, novelista, poeta. En 1982 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría Mejor Investigación. En tres ocasiones fue honrado con el Premio Alfonso Bonilla Aragón de la Alcaldía de Cali. Es Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, 1987, y en 2017 recibió el Premio Internacional de Literaturas Africanas en Madrid, España.

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