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Lo sublime del son

“El son es lo más sublime/ para el alma divertir/ se debiera de morir/ quien por bueno no lo estime…”.

26 de agosto de 2020 Por: Medardo Arias Satizábal

“El son es lo más sublime/ para el alma divertir/ se debiera de morir/ quien por bueno no lo estime…”. Con este verso de Ignacio Piñeiro, el Septeto Nacional de Cuba daba inicio a toda una revolución musical en el mundo. Piñeiro, albañil de oficio y guitarrista de trío, supo transformar los ‘Cantos de Nengón’, esas romanzas afro castellanas que se bailaban en los campos de la región oriental, en una música para bailar.

Desde entonces, el Siglo XIX cubano, uno de los más cultos de América, dio paso a la celebración de esta danza, el son, en la cual se funden estribillos clásicos de origen español, con la percusión rotunda y cadenciosa que imprimieron los esclavizados recién liberados en solares y barracones, como un camino de libertad.

Los trenos clásicos no obstante coparon la atención de notables músicos a los que nombra Alejo Carpentier en su texto fundamental ‘La música en Cuba’. Aparecen ahí, entre otros, Alejandro García Caturla con su ‘Rebambaramba’, una especie de ópera criolla en la que se fundían los pregones de los mercados habaneros con la música europea. Un capítulo especial merece ahí Claudio José Brindis de Salas, violinista llamado ‘El Paganini Negro’, quien se paseó por las cortes europeas y murió en Buenos Aires el 1 de junio de 1911.

De aquellos cantares de gesta en las Antillas conservo como uno de los más altos y espirituales, el coro reiterativo del guaguancó, la tesitura de Celeste Mendoza y el arte sin parangón de Los Muñequitos de Matanzas. Percuten los tambores batás con la bárbara crudeza del ‘Cuarto Fambá’, el rito que da temple a las maderas y sonoridad a los cueros en ofrenda a los orishas, como lo refiere Carpentier en su novela prima ‘Ecue Yamba O’.

Por estos días de recogimiento obligatorio, he dado en recordar a tantas figuras que han pasado por la ciudad en algún momento; Helio Orovio, uno de ellos, musicólogo cubano al que conocí en medio de la lluvia en el estadio Pascual Guerrero, durante un concierto de la Fania All Stars. Me lo presentó Lise Waxer. Lo había oído nombrar muchas veces, en las investigaciones de Adrianita Orejuela. Helio, autor del ‘Diccionario de la música cubana’, expresó un concepto claro y definitivo con el cual estuve de acuerdo: “Todo aquello que hoy llamamos salsa, no es más que son y guaguancó”.

En su conferencia en la Universidad del Valle provocó un coro de risas cuando se refirió al nexo entre música y política: “¿Dónde está el fundamento de la dialéctica marxista-leninista aplicada a la pachanga?”.
En Café Libro el sitio inolvidable que fundara Fred Kaim en Cali, no solo encantó con su disertación pedagógica, sencilla, si no que cantó para ilustrar y tocó la tumbadora como en los días que integraba el grupo de ‘Los jóvenes del Cayo’.

Con Helio, algunos caleños aprendieron a diferenciar entre el Mambo Yambo, el Mambo Caén y el Mambo Batiri, este último tan celebrado por Bartolomé Maximiliano Moré Armenteros, el Benny Moré. El pasado lunes se cumplieron 101 años de su nacimiento en Santa Isabel de las Lajas querida, un pueblo al que continúan yendo músicos del mundo en peregrinación, para saber si es verdad que está ahí su tumba, su bastón y su sombrero guajiro. Con una orquesta a la que llamaron ‘Gigante’ o ‘La Tribu’, Moré hizo historia para el son y el bolero. Dicen que una noche en el cabaret Waikiki, mientras cantaba para una delegación japonesa y se desplazaba rítmicamente por la alfombra al tiempo que dirigía la orquesta, uno de los diplomáticos nipones expresó con admiración:
“¿Pero, Stravinsky ha visto a este hombre?”.

Como lo expresó un poeta, era la voz del viento, la que recorría palmo a palmo la playa varadero, para revelar que al llegar ahí había descubierto la felicidad.

Sigue en Twitter @cabomarzo

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