Como en Transilvania

Vampiras son aquellas que son capaces de beber la sangre de su amado, como en el tango, en cristal de Baccarat, con tal de tener rubor en las mejillas, senos altos y cola ídem.

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16 de mar de 2022, 11:50 p. m.

Actualizado el 17 de may de 2023, 12:34 p. m.

Vampiro es aquel que bebe la sangre de otros para poder vivir, aborrece la luz, es hermano de las sombras, no resiste mirarse en un espejo y muere solo cuando alguien le clava una estaca en el corazón. Nada diferente de ciertos políticos corruptos, empleadores sin escrúpulos y mujeres perversas.

Vampiras son aquellas que son capaces de beber la sangre de su amado, como en el tango, en cristal de Baccarat, con tal de tener rubor en las mejillas, senos altos y cola ídem.

El estereotipo del vampiro, el que conocimos en los primeros filmes de Bela Lugosi, ha ido desapareciendo para dar paso hoy a personajes que campean en los buses municipales, en oficinas, y llevan este ritual de sangre a refinamientos que alcanzan ya lo mejor de la literatura barata de hoy.

Porque una cosa era ese vampiro al que le titilaba el cine en la cara, mientras clavaba sus colmillos en el cuello de la amada, previa mimesis bajo la capa, y estos vampiros neoyorquinos o parisienses que mezclan martinis y mojitos con sangre en las inmediaciones de Wall Street, o en los cafés que cierran tarde en los Campos Elíseos.

Hay que ver hacia dónde va esta nueva onda de la literatura, pues se vende por ahí como arroz una trilogía vampiresca que ha calado fuertemente entre los jóvenes, principalmente.

El único personaje de Cali que calificaba para vampiro, se sentaba cada tarde en el Café de Los Turcos y fue bien aprovechado por Mayolo y Ospina en una de sus películas. Cali padeció por muchos años el temor al ‘Monstruo de los Mangones’, quien no era más que un señor rico de esta vecindad que enviaba a unas enfermeras, en un carro fantasma, a buscar sangre fresca para continuar viviendo. La diálisis que requería, hoy, está plenamente solucionada con los bancos de sangre. En la Cali pastoril de fines de los 50, no existían las diálisis. Quien necesitaba sangre debía domiciliarse en Houston o en Miami, y si se quedaba por aquí, sencillamente moría.

Quien desee conocer rápido a una vampira, solo tiene que caminar un poco por la Calle Montera de Madrid. Ahí hay por decenas; todas vienen de Transilvania -o sea que son originales- son altas, rubias, y con una capacidad de succión que envidiaría el mismo conde Drácula.

Solo una vez estuve cerca de una vampira, y esto fue hace ya cuatro años en las playas de Cascais, en Portugal. Me invitó a ver el mar desde el balcón desconchado de un hotel venido a menos. A lo lejos vi brillar las paralelas del ferrocarril, bajo el sol de esa tarde, las mismas que iluminaron los versos de Ricardo Reis. Me invitó a caminar por la dársena, pero me advirtió que no entraría al mar. Las vampiras no pueden tocar las olas y el sol tampoco hace mella en su piel. Como jamás se broncean, tenía curiosidad por ver sus hombros, y en la terraza, bajo una luna gorda, pude apreciar la grafía misteriosa de sus pecas en la espalda, como chocolate derramado. Al día siguiente, observé el chupete que me dejó en el cuello y la perdoné, porque la verdad, sabía bailar la condenada. Cada vez que oigo hablar de vampiros, recuerdo su perfume, el aire constelado de esa noche, mientras le coreaba ‘Siboney’ al oído.

Los vampiros de hoy quieren también la tierra y los bienes de gente trabajadora, y desean también para su propio gasto la plata sagrada de los pensionados.

Son ladrones de izquierda y derecha; engordan diariamente con el producto del robo al erario público. No pueden verse en el espejo porque este les refleja el perfil exacto de la miseria humana. Ya no  llevan capa; visten de paisano, lucen un pañuelito en la chaqueta y se les reconoce por el tufo agrio que les produce la sangre del obrero.
Sigue en Twitter @cabomarzo

Medardo Arias Satizábal, periodista, novelista, poeta. En 1982 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría Mejor Investigación. En tres ocasiones fue honrado con el Premio Alfonso Bonilla Aragón de la Alcaldía de Cali. Es Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, 1987, y en 2017 recibió el Premio Internacional de Literaturas Africanas en Madrid, España.

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