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Alberto Valencia Gutiérrez | Foto: El País

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Llamado al perdón

Desde que llegó como Obispo a Buenaventura, en 2017, una ciudad en la que, nos dice, con treinta homicidios al mes, “se había perdido el valor de la vida”.

13 de marzo de 2024 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

La Paz Querida, una institución que promueve un compromiso por la paz en el marco de los informes de la ‘Comisión de la verdad’, organiza cada mes una conferencia para fomentar la discusión alrededor de temas cruciales a este respecto. El último encuentro fue con Monseñor Rubén Darío Jaramillo, a quien invitamos para que nos contara su experiencia como ‘activista de la paz’, desde que llegó como Obispo a Buenaventura, en 2017, una ciudad en la que, nos dice, con treinta homicidios al mes, “se había perdido el valor de la vida”.

En un país de honda raigambre católica como el nuestro, el discurso religioso es altamente movilizador de las gentes, en sentidos divergentes, como hemos visto en los últimos setenta años: curas que llamaban a la eliminación física del adversario político, como Monseñor Builes en los años 1950 y algunos de sus discípulos posteriores (el caso del cura de los 12 apóstoles); curas que promovían la lucha armada como salida contra las inequidades como Camilo Torres y sus seguidores en el Eln; y curas que se comprometían con la reconciliación como Monseñor Germán Guzmán Campos, el primer ‘gestor de paz’ de este país, entre otros notables, como Monseñor Gerardo Valencia Cano, también obispo de Buenaventura. En este sentido, es digno de reconocimiento el trabajo que Monseñor Jaramillo lleva a cabo actualmente en esta ciudad.

Usando los recursos religiosos de que dispone, se empeñó en el proyecto de llevar ‘esperanza a la población para que vuelva a creer’ en su futuro, de ‘concientizar a los jóvenes’ para que no se sigan matando y de crear formas de integración y de unidad en una ciudad sumida en el caos. Y para ello ha apelado a todo tipo de repertorios: hacer una misa en el lugar donde habían matado a una persona, fomentar campeonatos de fútbol entre grupos rivales, formar jóvenes como gestores de paz, llegar a acuerdos con las bandas para parar los robos, las extorsiones, los homicidios y las fronteras invisibles. Y lo más original de todo, ‘bendecir la ciudad’, regándola con agua bendita desde el cuerpo de bomberos o desde un helicóptero. La respuesta de los pobladores fue salir a las calles cogidos de la mano para participar en la fiesta de la paz.

Algunos podrían pensar que las bendiciones del Obispo son inocuas frente a un problema que sobrepasa las buenas intenciones: la corrupción y la depredación del Estado, estimuladas por la inmensa riqueza que pasa por el puerto, los rendimientos económicos de las bandas que son tan altos, que difícilmente se pueden contrarrestar con los recursos disponibles, una gobernabilidad que no funciona, el control de la economía legal por parte del crimen organizado, las precarias condiciones de vida de los habitantes y, sobre todo, el narcotráfico.

Pero los que así piensan no han entendido el significado simbólico que tienen las bendiciones del cura como una ‘invocación al cielo’ que colma el vacío de la precariedad de las ‘instituciones terrenales’: un llamado al perdón y a la reconciliación entre jóvenes que no provienen de afuera, que son hermanos, hijos del mismo medio, comparten la misma indigencia y las mismas trayectorias de vida. Así se acabe el narcotráfico, ‘sin perdón, nunca habrá paz’, nos dice Desmond Tutu, el obispo de Sudáfrica, pionero de la lucha contra el ‘apartheid’.

Muchos católicos repiten automáticamente las palabras del Padrenuestro (“perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”), pero no se han detenido un instante a reflexionar sobre su significado, y siguen insistiendo en los chats en el llamado a la guerra y el exterminio. Como no controlamos las condiciones que nos determinan ni las consecuencias imprevistas de nuestros actos (como ocurre con las bandas de Buenaventura), el perdón es inevitable y necesario, nos dice la filósofa Hanna Arendt (de origen judío, por lo demás) que analiza con todo detalle en su libro La condición humana (Paidós, pp. 255-266) la primera de las palabras de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

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