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El mito del ‘dictador bueno’

Cuantas veces se escuchan en discusiones políticas que lo que se necesita en un país en crisis es la ‘mano dura’ de un ‘dictador bueno’ que vendría a erradicar pobreza, corrupción y malos manejos y poner orden.

14 de diciembre de 2017 Por: Liliane de Levy

¿Existe el ‘dictador bueno’? Los pueblos lo esperan como el mesías. Cuantas veces se escuchan en discusiones políticas que lo que se necesita en un país en crisis es la ‘mano dura’ de un ‘dictador bueno’ que vendría a erradicar pobreza, corrupción y malos manejos y poner orden. Para finalmente descubrir que el anhelado líder es un mito. Y aunque los pueblos quizás necesiten mitos para no desesperar, toca admitir que los mitos no son referencias legítimas en una sociedad viable. Antes, hoy y siempre. Y que -como alguien bien lo dijo- la democracia, con sus fallas y defectos, sigue siendo “el menos peor” de los demás sistemas políticos.

Comprobarlo es fácil pero la gente se olvida. El paso de un Hitler, un Mussolini o un Stalin en la historia de la humanidad fue una tragedia irremediable. Abarcó una época demente en la que se cometieron todas las atrocidades en aras de ideologías mentirosas. Luego llegaron dictadores relativamente menores pero también muy nocivos y criminales y se regaron por el mundo.

De manera desordenada nombraré algunos de los más asesinos como los Ceausescu en Rumania que posaban como padres y madre de los atormentados rumanos; un Gamal Abd el Nasser quien en su egolatría nacionalista arrastró a Egipto en guerras ruinosas y vergonzosas; están los sirios Hafez el Assad padre (fallecido) e hijo Bashar en guerras genocidas contra su propio pueblo; el endiosado Muammar Gaddaffi preso de una enfermedad megalómana en Libia.

Más cerca de nosotros vivimos la crueldad de un Stroessner eternizado en el poder en Paraguay, del tropical Batista en Cuba, reemplazado y superado en prácticas represivas por un Fidel Castro falsamente redentor; de Chávez y su heredero político Maduro en Venezuela cuya ineptitud consiguió empobrecer hasta la miseria a uno de los países más ricos del mundo; de Perón y los militares que le sucedieron, aún más autoritarios y tenebrosos en Argentina; del lúgubre Pinochet en Chile.

Un poco más lejos encontramos a los africanos como Mobutu y Mugabe y tantos otros insaciables saqueadores de las riquezas de sus respectivos países. Y sin hablar de los chinos o de Corea del Norte sometido a la crueldad de una asfixiante dinastía cuyo último representante, el joven Kim Jong- un sigue manteniendo a su país en un campo de concentración militarizado y ahora amenaza al mundo con armas nucleares. Y la lista sigue, muy densa y sin dar señales de desaparecer. El mito del ‘dictador bueno’ que llegaría a salvar a una sociedad desesperada sigue cobrando millones de víctimas.

Y eso me lleva a hablar de un dictador muy crecido y dando alarmantes señales de convertirse en uno de los más poderosos del lote de dictadores existentes. Se trata del turco Recep Tayyip Erdogan quien deja vislumbra sus verdaderos designios. Erdogan llegó al poder en Turquía arropado con el manto del ‘bueno’ y ‘moderado’ y defensor de las minorías, a finales del siglo pasado. Primero como alcalde de Estambul, luego como Primer Ministro para llegar a Presidente. A su paso eliminó toda oposición política y militar. Amordazó a la prensa, interfirió el sistema judicial, transformó el Poder Legislativo, controló el sistema educativo y se construyó un palacio de mil (si, mil) habitaciones en Ankara, que costó más de 350 millones de dólares. Luego se quitó del todo la máscara de moderado y tolerante exhibiendo su islamismo, antisemitismo y enemistad acérrima contra los kurdos que combate sin piedad. Su último anhelo es evidente: eliminar el legado de Kemal Ataturk, creador de la Turquía moderna y resucitar el Imperio otomano erigiéndose como su Califa. Nada menos.