Un caso de la vida real

Cuando Olga Lucía llegó a la casa en abril, todos nos sorprendimos...

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6 de sept de 2012, 12:00 a. m.

Actualizado el 22 de abr de 2023, 06:19 a. m.

Cuando Olga Lucía llegó a la casa en abril, todos nos sorprendimos bastante. Tenía unos treinticinco años, unas extensiones muy rubias y demasiado arbitrarias en su pelo castaño oscuro, una risa fácil de dientes irregulares y ojos hermosos. Era ancha como una nevera pero ágil como una muchacha. Venía a cuidar a mi mamá, que acababa de cumplir 96 años y de sufrir su segunda isquemia en menos de un año. Este segundo episodio la dejó muy afectada: hablaba muy poco y con dificultad, no podía caminar ni siquiera con ayuda, y su mano derecha, que se estaba encorvando, no le servía ni para llevarse la cuchara a los labios. Era duro verla así, ver como se apagaba lentamente, como se hundía en las neblinas de la senilidad. Los pronósticos de los médicos y las fisioterapeutas eran sombríos. “Es probable que recupere un poco su motricidad. Algo…”. Entonces llegó Olga Lucía. Primero empezó a hacerle masajes, a untarle cremas y bálsamos y a cantarle canciones. Cuando se cansaba de cantar le ponía música colombiana o una emisora religiosa. A veces oraban juntas y en medio de las oraciones le hacía repetir los nombres de las matas del patio interior. Podía levantarla con gran facilidad y llevarla de la cama a la silla y de la silla al baño gracias a unas técnicas para alzar pesos que había aprendido en el Sena con el propósito específico de ayudar a sus pacientes.Una semana después empezó la fase de gimnasia pasiva. Le movía los brazos y las piernas y le masajeaba los músculos del rostro, la mano inútil, los dedos, uno por uno. Un día cogió un diccionario y le preguntó el significado de palabras más o menos complejas. Pudor. Congreso. Embargo. Voluntad. Ecología. Mamá dio buenas definiciones (un siglo antes fue una estudiante muy aplicada).Otro día la ponía a bordar en tambor los nombres de sus hijos y a pintar en un tablero de acrílico. Otro día la ponía a hacer operaciones aritméticas. Otro día la ponía a escribir. Palabras. Frases. Versos. Otro día la ponía a jugar con cartones de colores. Olga Lucía no descansaba. Trabajaba todo el día, sin parar, sin desfallecer, cantando, ideando estrategias, estimulando siempre a su paciente con mimos y ejercicios.Al cabo de un mes mamá estaba hablando con fluidez, dando sus primeros pasos en el caminador y comiendo con su propia mano. Para lograr una recuperación semejante sin el concurso de Olga Lucía habríamos necesitado una fisioterapista física, otra manual, otra respiratoria, otra especializada en salud ocupacional, una experta en manipulación de la fascia muscular, una fonoaudióloga… y no estoy muy seguro de que los resultados hubieran sido tan rápidos ni tan notables.Olga Lucía no tiene títulos y no los necesita. Todo lo suple con talento, experiencia y amor. Ella debería ser maestra de maestros. Es una de esas sabias que la sociedad debería detectar para que enseñen en las academias unas materias que no están en el pénsum: mística, creatividad, secretos, entrega.P.D.: Ayer le dijimos a Olga Lucía que ya no necesitábamos sus servicios. Todos lloramos, incluidas ella y mamá. No quedó un ojo seco en toda la casa. Nos despedimos de ella con dolor pero apuntamos varias veces su celular: 3117944080. Cuando necesitemos un milagro, cuando toda la ciencia de Occidente vacile, la volveremos a llamar.

Escritor y periodista. Columnista de El País y El Espectador, y escritor visitante de Renata, la Red Nacional de Talleres de Escritura del Ministerio de Cultura. Diez años con El País.

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