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Elogio del viejo

El que desprecia a los viejos haría bien en recordar que ellos no son otra raza, solo otra fase, la última, no menos bella, no menos dura que las otras.

12 de diciembre de 2018 Por: Julio César Londoño

Desde Matusalén y hasta ayer el mundo fue de los viejos. El poder, el oro y la sabiduría estaban en sus manos. Incluso la belleza. Hasta los años 40 los galanes eran hombres mayores. Clark Gable tenía 38 años cuando filmó Lo que el viento se llevó, Humphrey Bogart 43 cuando hizo Casablanca. Marlene Dietrich rodó Mujer o demonio a los 38 y Joan Crawford Alma en suplicio  a los 40. Pero en los 50 los jóvenes se tomaron la escena con su insolencia, talento y tersura. En 1955 Audrey Hepburn y Sean Connery tienen 25 años, James Dean 24, Elizabeth Taylor 23, Brigitte Bardot 21 y Alain Delon 20. Los veteranos del momento son Marlon Brando (31) y Marilyn Monroe (29). Estos muchachos invirtieron para siempre la escala de valores y son los culpables de que los viejos valgamos tres pesos en el mercado.

Con todo, y no solo porque yo esté incluido en la cohorte maldita, me gustan los viejos (nota: la palabra viejo es bellísima. Evítense aparatos verbales ortopédicos como adulto mayor y persona de edad. ¿Se imagina usted a Hemingway titulando su novela El adulto mayor y el mar?).
Nota dos: la vejez es una joda, claro, como la infancia, cuando todo el mundo te da órdenes y tú solo quieres ser grande para destriparlos a todos, y como la juventud, divino tesoro que te arruinan con el apremio de que tienes que ser millonario, políglota y buen amante, o como la madurez, cuando sueñas con el retiro, o al menos con un sabático, y como la vejez, cuando darías tres ojos por tener algunas cosas jóvenes en tu cuerpo.

Cioran tenía razón: nacer es una imprudencia.

Pero ya entrado en gastos, digo que el viejo tiene buenas cartas. Ya consiguió plata, o entendió que la alquimia no es lo suyo, que el oro es agua entre sus manos rotas, y se las arregla con lo que tiene. Ya conoce el final de la historia, no fue Gabo ni Sabines ¡pero qué farras ha tenido con ellos y con muchos otros de su calaña!

Ya sabe pronunciar con claridad la palabra más importante del diccionario de la vida: NO. (Postulado cero: un NO no se le niega a nadie).
El viejo conoce un oficio. Con él puede ganarse el pan, darle un sentido a su vida y hasta meter el hombro para que los ejes del mundo no chirreen tanto. Es una buena terna ¿no?

El viejo es tolerante porque ya comprendió que tiene adentro todos los defectos que odia en los demás.

El viejo es generoso porque sabe que no tiene tiempo de leer todos sus libros ni de ponerse todas sus camisas. Sabe que la felicidad es un desarreglo nervioso, por fortuna pasajero, y no malgasta su tiempo persiguiendo esa perra. No es fanático porque ya el tiempo se encargó de jugar con todos sus pequeños dogmas. Sus vicios son moderados.
Sabe que el secreto de la vejez es firmar un pacto con el tiempo, y tratar de honrarlo. Tiene amigos con los que puede reír y charlar (si se mueren, recordará lo estúpidos que eran todos para no llorarlos).

En estos tiempos de culto a la juventud, la sociedad debe calcular que los viejos son un capital social irremplazable. Invaluable. Un viejo vale más que un joven porque el Estado ha invertido más recursos en él. Cuando un viejo muere, mueren también palabras, imágenes, destrezas, sabores, pecados. Cosas que solo él conoció. Sucesos de los que era el último testigo.

El que desprecia a los viejos haría bien en recordar que ellos no son otra raza, solo otra fase, la última, no menos bella, no menos dura que las otras.

Sigue en Twitter @JulioCLondono