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Dos hombres de fe

La película es rápida. En el minuto cuatro ya hay imágenes documentales del entierro de Juan pablo II, primeros planos de su rostro acerado y de una biblia sacudida por un ventarrón súbito sobre el bello ataúd de pino rústico.

15 de enero de 2020 Por: Julio César Londoño

La película es rápida. En el minuto cuatro ya hay imágenes documentales del entierro de Juan pablo II, primeros planos de su rostro acerado y de una biblia sacudida por un ventarrón súbito sobre el bello ataúd de pino rústico.

En el minuto cinco entramos al Vaticano. Al fasto máximo. “Tenemos iglesias bellísimas pero están vacías”, le dice un colega a Bergoglio (Jonathan Pryce), “como un fuego cubierto de cenizas”. Y asistimos por primera vez a un cónclave, a sus rituales solemnes y pueriles: las balotas, ‘el tarjetón’, la urna, el hilo rojo para enhebrar los tarjetones, la toma cenital de los graves cardenales que eligen a un funcionario semidivino arropados con sus capas rojo coral, ‘la sangre de cristo’.

Gana Ratzinger (Anthony Hopkins) ‘el rottweiler de Dios’. Luego la ceremonia. Lo blanco, lo morado, lo rojo, lo negro, los zapatos Prada, los cleriman forrados en seda beige, los anillos de piedras grandes, los cordones de oro, los crucifijos sobre largas varas de plata, símbolos esotéricos bordados en fajas y estolas, un boato fashion, una gravedad sacra.

Luego asistimos a la cotidianidad de Bergoglio en Buenos Aires, su carisma, su discurso social y el trato directo con la gente, hasta el día en que una carta lo cambia todo: el Papa lo llama a Roma. El encuentro (el agarrón) entre estos dos hombre de fe es una pieza maestra de un guion impecable. Un Papa es bastante, dos son una cosa insólita, y si discuten temas que mezclan pedofilia, teología y un banco turbio (perdón por la redundancia) en un contrapunteo ágil y agresivo, el espectador no puede parpadear. Las posiciones no pueden ser más antagónicas. Ratzinger es políglota, soberbio, pianista clásico y defensor de la tradición. A Bergoglio le gustan los zapatos viejos, Abba y los Beatles, San Lorenzo, el tango y los pecadores, los homosexuales, los divorciados. Es un reformista, casi un hereje.

Esto también es rápido. No se asestan discursos, solo pullas, versículos, reproches, humor venenoso.

Expulsado el veneno, la relación fluye mejor. Hablan de música. Intercambian confidencias. Curiosamente, ambos quieren renunciar. Bergoglio siente que ya no puede ser un buen evangelista de una Iglesia cuya política no comparte. Ratzinger atraviesa una crisis de fe, está enfermo y tiene demasiados líos encima: los diarios no sueltan al padre Maciel (“cacorro frenético”, lo llama un diario italiano); Paolo, su secretario, está tras las rejas; los balances del Banco del Vaticano no cuadran; los reformistas le achacan la culpa del anquilosamiento de la Iglesia y la pérdida de fieles en todo el mundo, especialmente en América Latina.

A Bergoglio le duele un viejo amor y explica lo mejor que puede su relación con el régimen de Videla.

Al final son dos viejos entrañables que han sufrido un cambio milagroso. El conservador Benedicto XVI es el artífice de la elección del reformista Bergoglio, y Francisco I acepta regir los destinos de una institución fatalmente dogmática.

Los dos Papas es la biografía de Bergoglio y de su tira y afloje con Ratzinger. La película no elude ninguno de los escándalos que han sacudido a la Iglesia católica, pero no profundiza. Al fin y al cabo es una historia oficial. Descafeinada. No en balde tuvo la bendición del Vaticano.

Con todo, es un relato altamente estético. Es taimado y pecador, claro, pero, como bien dice Francisco I, la Iglesia no puede cerrarle las puertas al pecador.

Sigue en Twitter @JulioCLondono