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Nuestra paz

Como guerreros fuimos negados, por más que admiráramos a Alejandro, a Bolívar y a Gengis Khan. Qué trajes de fatiga íbamos a usar con este cansancio.

19 de noviembre de 2018 Por: Jotamario Arbeláez

Como guerreros fuimos negados, por más que admiráramos a Alejandro, a Bolívar y a Gengis Khan. Qué trajes de fatiga íbamos a usar con este cansancio. Qué camuflados, cuando los camuflados éramos nosotros en este mundo de mierda. Éramos unos héroes muy cobardes. La única sangre que tolerábamos eran las de las virginidades que nos caían de sorpresa. Las poetas del grupo, mujeres de pantalones, tenían que defendernos de los botellazos de los borrachos y de los cristazos del Opus Dei.

Si entonamos cantos marciales al guerrillero heroico que después devino en exportador de alcaloides al tiempo que extorsionista y secuestrador para financiar los gastos operativos, “a nosotros no nos hacen préstamos en los bancos”, debimos empezar por dedicar a la heroína nuestros cantares. En algún momento lo hicimos en raptos bodelerianos y fuimos acusados de fomentar industria y consumo.

La posguerra paralizante que vivieron los existencialistas del quartier latin fue en nosotros la primera post-violencia partidista. La que vivieron (es un decir) familias enteras de campesinos masacrados, incluidos los animales, por los chulavitas del régimen para despojarlos de sus viviendas a favor de terratenientes. Nos tocó contemplarlos a la salida de la escuela en los patios del sindicato, luciendo el corte de franela o el de corbata. El latrocinio de la tierra que implicaba tumultuosos desplazamientos. El odio manifiesto en venganzas consecutivas. Fue cuando para dejar algún testimonio nos enfundamos en nuestra desarmada y desarreglada insurgencia. Y apareció en El Tiempo, a 8 columnas, un titular que decía: Nadaísmo. Movimiento negativo de intelectuales surge en Medellín. Agosto 1958.

Comenzaba la resistencia, que en nuestro caso consistía en resistir con todas las fuerzas de cuerpo y alma hasta que las fuerzas contrapunteadas de la violencia decidieran bajar las armas. Allí comenzó de nuevo la batahola, la que se ha prolongado por casi sesenta años sin dar respiro, sobre todo en el campo, donde crecer las flores para los muertos. Ninguna juventud en ningún lugar ni en ninguna época y menos en nuestro suelo debe volver a vivir esta muerte en el alma que padecimos.

Al no ser participantes, ni siquiera oponiéndonos contundentes con la sorna consecutiva, resultamos los únicos inocentes, por lo que debimos trastornarnos y trastocarnos en niños terribles para hacernos sentir así fuera por el berrinche. Nunca votamos. Para lo único que nos sirvió la cédula laminada fue para picar la perica. Y para que nos pusieran bolas en los billares. Nos la expidieron porque era obligatoria para existir como ciudadanos, pues no era suficiente con nuestra angustia. Para andar por las calles, para montar en un avión e incluso para ingresar en la cárcel.

Hasta de cobardes nos trataron los milicianos por dejarnos conducir sumisos al matadero por cualquier maricada, como volar un virgo o robar un libro de Robbe Grillet, de cuya posible condena lograban rescatarnos jurisconsultos progresistas y médicos psiquiatras que nos consideraba insufribles en sus loqueros. Nadie en Colombia nos consideró serios, pero ¿quién podría considerar seria a Colombia?
Algunos fuimos muriendo más aburridos que un zapallo de Halloween sin dejar nada más al mundo que unos poemas en libros que no alcanzaron la categoría de bestsellers, pero si la más llamativa de curiosidades editoriales.

Nadie se dio cuenta de que nuestra manera de no ser era nuestra manera de protestar. No éramos actores del conflicto sino sus víctimas descocadas. Nuestra mala reputación llegaba a impedir que nos recibieran la mano, ni siquiera para saludar. Y si íbamos a dar algo era sospechoso. Lo único que nos quedaba para dar era el brazo a torcer. Lo torcimos. Comenzamos los nadaístas a exigirle a la paz que derrotara a sus enemigos. Que eran los nuestros. Algún día alguien serio creyó en nosotros y se albergó bajo nuestras toldas. Humberto de la Calle. El hombre que logró la paz de Colombia.

Parece que para no quedar en deuda tan comprometedora con el nadaísmo de porquería, media Colombia está empeñada en volver trizas la paz. Lo veremos.

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