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Navidad con mis 3 jesuses

A los 25 años uno es el rey del mundo, aunque no disponga de un peso para celebrarlo. La juventud es la corona y la capa la poesía.

18 de diciembre de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

Don Jesús Ordóñez, propietario de la Librería Nacional de Cali donde acababa de engancharme como relacionista, el 24 de diciembre de 1966 me regaló una edición de lujo de El evangelio según San Mateo, un gran trozo de pernil de cordero, una botella de vino chileno, me hizo un adelanto del sueldo y me deseó feliz Navidad.

Como no encontré a mi mujer en la pieza de la Avenida Sexta -a lo mejor había decidido irse de celebración con alguno de sus morrocotudos admiradores-, dejé allí la versión del exegeta Passolini y decidí irme a pata, para hacer tiempo, a la casa del barrio Obrero, a compartir carne y vino con papá y mamá. Por el camino pasé por la casa de citas de Janeth, donde esa noche no había servicio, pues las mujeres de la vida alegre, como por entonces se las definía, se dedicaban a cantar villancicos alrededor de un pesebre coqueto del que eché de menos la Virgen. Ni siquiera me saludaron cuando las oteé por la ventanilla.

A los 25 años uno es el rey del mundo, aunque no disponga de un peso para celebrarlo. La juventud es la corona y la capa la poesía. Había aprendido de mi secta que no se debía trabajar para no quemar cerebro empujando la rueda del capital, y peor aún, que si era necesario emprender una acción, era prostituirla percibir un pago por ella. Pero don Jesús me convenció de que trabajar en una librería, para un poeta, era estar en una fiesta o ritual perpetuos.

Como eran apenas las 11 cuando llegué a la Carrera Décima, decidí hacer escala y tomarme un ron en un bar de tangos diagonal del teatro Belalcázar. Yira sonaba en la pianola. Yo me miraba de reojo en el espejo de la pared y retocaba mi copete, mientras pasaban por la acera gentes cada vez más apresuradas.

De pronto la vi, tendría 16 años, la doble imagen de la inocencia y el desamparo, con una leve bata clara que le forraba, cómplice, las flacas curvas de sus senos y su cadera. La armonía de su rostro era desusada para la cuadra. Acostumbrado a fáciles levantes de barrio, así no fuera para terminar encamado, me levanté para hacerle una seña, a lo cual ella, con cierta timidez, respondió acompañándome. Le ofrecí algo de tomar y ella me aceptó “un vaso con agua”.

Antes de preguntarle quién era y qué hacía sola por allí a esta hora, le dije que era amigo del enviado de Dios, como se hacía llamar mi maestro, pero que no creía en nada. Quería lucirme. Cuando la dejé hablar me dijo que venía huyendo de El Dovio, un pueblo del Valle azotado por la violencia, donde le habían asesinado a sus tres hermanos, les habían cortado los penes y se los habían puesto en las bocas, que acababa de tener un bebé a quien dejó al cuidado de su padre que era su tío, en un hospedaje de mala muerte, que había salido a buscar con algún alma generosa algo para comer y activar su seno.

Me permití dudar de su duelo. Cada vez hay cuentos más reforzados en los anales del amor cortés callejero. Una punzada bajita me sugirió preferirla esa noche a mi inconstante amiga de siempre. Me dijo que si quería acompañarla. Tomé mi bolsa y le seguí el juego.

Llegamos a la peor ‘olla’ del barrio. Estanco de marihuanos. Madriguera de atracadores. Dormidero de putas y maricones sin cliente. Me condujo hasta el fondo y allí, entre las secas y humildes pajas de un jergón descosido, reposaba el niño reciente, que lloraba a moco tendido, ante la manifiesta impotencia y el gesto extraviado de un campesino de barba vieja. Una nube de zancudos entonaba un zumbido raro en el cielorraso del cuarto caliente. Con mi hijo y mi esposo necesito sobreaguar esta noche, me dijo la niña. Al costo que sea. Espero que usted pueda ayudarnos. (Continuará)

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