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Navidad con mis 3 jesuses

De mi incredulidad inicial ya no queda nada, ahora creo en todo, sin renegar de los iniciales ideales de destrucción que a buen puerto me han conducido. De la mano de mi mujer y de Salomé y Salvador, mis dos hijos. Aunque sigo sin comulgar con la iglesia me he hecho tatuar a Cristo en mi corazón.

25 de diciembre de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

(Continuación) Al pie del pequeño camastro, donde el niño de repente cesó el berrinche, había una especie de biombo que ocultaba un colchón astroso. El campesino se arrodilló hasta tocar con su frente el suelo y puso sus manos sobre la cabeza, en señal de haber desaparecido. “No nos culpe -me dijo señalándolo-, ni a él ni a mí, cada uno era para el otro lo único que le quedaba en el mundo. Fuimos de la ceca a la meca y en una de esas lo metí en este embrollo. El pobre ya ni siquiera me habla”. Debía tener más de 60 años, el vivo retrato del arrepentimiento y el desamparo. Ni siquiera tuvo el valor de mirarme. “Viejo puto”, susurré para mis adentros. El rictus de resignación de la niña la hacía más bella. “No temas”, le dije, impidiéndole que apagara la luz.

Saqué la pierna del cordero y la botella de vino de la mochila y las puse en sus manos puras. Los billetes de don Jesús los dejé sobre la mesita. Y me alejé con los ojos aguados hacia el hogar de mis padres. Antes de tocar a la puerta, pues las llaves las había entregado cuando me fui detrás de la modelo de mis desvelos, quien también me habría de sacar lágrimas amargas por su inconstancia, pensé en mi hermano Jesús Antonio que por esa época fungía como Jesús de Kalí, quien debería andar en su túnica por los barrios de la ciudad acompañado por sus discípulos que portaban una inmensa bandera blanca con la palabra Castidad estampada en azul, en su función de asistente de moribundos y redentor de rameras.

Menos mal que Jesús mi padre también había traído a casa un pernil de cordero y una botella de vino. Le habían hecho un pago aceptable por la confección de un traje cruzado de paño inglés. Celebramos. Y esa noche me dijeron que, aunque deploraban no sólo mi pérdida de la fe sino mi incredulidad generalizada, lo que haría que ni en este mundo ni en el otro me hicieran caso, más aún condenaban lo que les refería mi mujer: que nunca trajera un centavo a casa por andar reparando en pretendidos ‘episodios providenciales de compasión’, que se me iban presentando y en los que dilapidaba lo poco que conseguía. Y que por lo tanto a ella le tocaba con mucha pena hacer lo que hacía. Claro que peor era el otro, quien ni siquiera le hacía poner bolsillos a los pantalones, tal era su repudio al billete. Y así fueran ricos los que morían extremaungidos por su pulgar con óleo sagrado y querían dejarle alguna propina por allanarles el camino hacia el más allá él nunca les recibía, y con las damiselas, por predicarles que el cuerpo no tenía precio pues era templo del Altísimo y que más bien se entregaran al Señor en busca de amparo, lo único que lograba era que se lo ofrecieran de balde.

Después de un largo silencio de 12 campanadas les conté lo que me acababa de pasar y, suspendiendo la cena y llena de unción, mamá se puso a rezar el Avemaría e igual mi arrodillado papá. Imagino que orgullosos de su hijo mayor. En ese momento llegó mi hermano Jesús a decir amén.

Hasta aquí el cuento que he venido reescribiendo en los últimos años, cada vez añadiéndole un parrafito, y que publicaré en el poema-río en 10 tomos Los días contados, memorias que el Espíritu Santo me viene recordando y ayudando en la redacción. De mi incredulidad inicial ya no queda nada, ahora creo en todo, sin renegar de los iniciales ideales de destrucción que a buen puerto me han conducido. De la mano de mi mujer y de Salomé y Salvador, mis dos hijos. Aunque sigo sin comulgar con la iglesia me he hecho tatuar a Cristo en mi corazón. Con el Niño Dios he hecho las paces, y con el adulto también. Y aunque ya no están papá ni mamá, me sigo reuniendo por navidades con mis hermanos en la casa de las agujas. Y es grande nuestro contentamiento.

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