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Mi estrella de Belén

Me arrodillé con mis perros. Sentí que en ese momento se estaba desintegrando, pero la visión real tardaría no sé cuántos años a la lenta velocidad de la luz.

27 de diciembre de 2021 Por: Jotamario Arbeláez

Recibí de mi hija Salomé como regalo de Navidad un Smart Watch, cuyo cuadrante puede además proyectar un potente chorro de luz. Como el día de Navidad mi mujer salió hacia Chía donde se celebra la reunión de Jaramillones, decidí aislarme en mi estudio a exprimir de mi ya exhausta cabeza algunos de esos pensamientos episódicos, entre trascendentales y juguetones, que me asaltan como ladrones nocturnos.

No soy un pensador a la manera de Pascal, quien expresó que “toda la desgracia de la humanidad reside en una sola cosa, no saber estarse quietos en un cuarto”. Yo he procurado permanecer en ese cuarto, pero no quieto, y de allí mi problemática existencial. No mandaba el sabio a mover la cadera, supongo, pues eso más conflictos puede traer al pretendido ermitaño con la ermitaña. Él decía que en un cuarto, no en un hospedaje. Bien quietos, se sobreentendía en el subrayado.

Me encuentro recluido con mis siete mil volúmenes empastados, dedicado a verificar cuáles y en qué circunstancia se perdieron en tanto trasteo. En una voluminosa biblioteca es una tragedia espiritual ir a buscar el libro que titiló en la cabeza y encontrar el huequito. La tumba sin sosiego, por ejemplo, de Cyril Connolly, donde recordé que figura la cita de Pascal, que felizmente me quedó registrada.

Ya De León Fray Luis se había adelantado con eso de que “qué descansada vida / la del que huye del mundanal rugido (cito de memoria) / y sigue la escondida / senda por la que han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”. Muy bien, ahora uno de esos pocos sabios soy yo. No por lo que haya estudiado, que fue muy poco, pues no soy ilustrado sino letrado, sino por la iluminación que me conceden unos maestros perfectos que a través del espiritismo me dictan lo que debo poner a leer al mundo en vísperas de la segunda venida. Recién ahora lo vengo a confesar, así no se me crea, por confundírseme con un autor friccionarte.
Y hasta razón tendrán, pues si no he hecho más que narrar mis gilipolleces, estas parecerían pertenecer al reino de la inventiva.

No paro de leer De planetas y ángeles de Emanuel Swedenborg y La geografía del cielo del doctor Eben Alexander, para no llegar a terreno desconocido. Contemplador de estrellas me he vuelto, pero ya no de cine sino del oscuro cielo, principalmente las que llevan nombres de mujeres; con ellas me solazo en las noches tendido sobre la hierba, sintiendo que me guiñan el ojo; con Bellatrix, Hedar, Altair, Deneb, Mimosa y Alrescha. Para qué más.

Tuve un pálpito místico y percibí que iba a recibir un mensaje trascendental. Salí pues la noche del 24 con mis perros guardianes Dina y León a recorrer la vereda, de pocas casas y bastante alejadas unas de otras. Iba enfundado en mi túnica mexicana, asido a mi bastón como a un lábaro, con las gafas enfocadas al firmamento, el chorro de luz facilitando mis pasos. Las estrellas fijas me eran bastante familiares, Venus y Mercurio y creí distinguir a Casiopea y Eridano. Y entreví una variante que se venía noticiando, el cometa Leonard, proveniente de la nube de Oort, que atraviesa el horizonte celeste oeste-suroeste a 465 millones de millas de la tierra, que pasó por última vez hace 80 mil años, y que fatalmente en plena Navidad se desintegraría en el espacio. Estaba pues frente a frente con este fenómeno sideral que le concedía a un humano el privilegio de la mutua despedida con la mirada.

Le clavé los lentes aumentativos en el momento en que detuvo su marcha. Supuse que también él me miraba a mí. Un bólido estelar que llevaba millones de años dando vueltas por entre las 200 mil millones de estrellas de la galaxia y un bicho terrenal que a duras penas daría el testimonio de los libros que se leyó, de las botellas de vino que deglutió y de las hermosas mujeres que saludó. Me arrodillé con mis perros. Sentí que en ese momento se estaba desintegrando, pero la visión real tardaría no sé cuántos años a la lenta velocidad de la luz. Era mi estrella de Belén que me acordaba la despedida, pues nadie la volvería a ver más.

Al regresar a casa palpé que había perdido las gafas.

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