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Las oncemil vírgenes

La Iglesia necesitaba leyendas virtuosas que compitieran con la permisiva mitología pagana. Pero investigadores doctrinales que veían desmesurada la multitud de mártires consultaron las inscripciones que...

8 de julio de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Cómo va cambiando uno a medida que van pasando los años sobre los días. No es para hacer gala de buena memoria, pero cómo olvidar esas iniciales calendas en la escuela San Nicolás, república de México, cuando se comenzó a hablar de virginidades, de virgos, de vírgenes, de desvirgamientos, y en la iglesia, en medio de las oraciones, una vez saltaron las oncemil. Que hacían milagros en llave con Nuestra Señora, e incluso atendían la llamada ‘petición imposible’. ¿Y qué era el tal virgo tan ensalzado en los púlpitos y el que la doncella no debía dejarse volar antes del matrimonio, so pena de ser devuelta sin desempacar? Ni más ni menos que una malla protectora, en ocasiones acorazada y en ocasiones complaciente, donde residía la virtud, y la cual cedía al embate del taladro viril dejando sobre las sábanas nupciales o transgresoras un reguero de sangre. Ya por esa época las chicas, o por exceso de deseo o curiosidad, o por imperdonable descreimiento, o por debilidad ante la labia persuasiva del pretendiente, caían rendidas. Un escritor español, Jardiel Poncela, había escrito una novela jocosa: ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes? Vírgenes ya no hay ni en las letanías, rezaban los más descreídos. De las muy rubicundas y deseables hermanas de los compañeros se decía que no eran vírgenes ni por el ombligo. Lo cual me dejaba cabreado, porque alguien se tenía que merendar esa multitud de primicias. Mientras el virgo era yo.

No debo contar los escarceos a que fui sometido por sucesivas muchachas de servicio en la casa, antes de estrenarme definitivamente en la zona de tolerancia. Con las llamadas prostitutas que no tenían qué ver ni de lejos con las jóvenes impolutas del catecismo. De las cuales, con el pasar de la vida, recordando pero nunca revelando sus nombres, alcancé a conocer once, en el sentido bíblico de la palabra. Me consagré, pues, a leer a los grandes galanes descorchadores, el caballero Casanova, Henry Miller, Georges Simenon, Charlie Chaplin y el marqués de Sade, que por lo general se iba por otra parte. Pero como les dije al principio, uno termina por entrar en la senda de la virtud. Hace ya varios años, desde que se operó mi conversión, he cambiado de lecturas como de hábitos. Ahora me dedico a estudiar santorales, a examinar vida y milagros de santos y santas que pasaron por el martirio. Y en la dolorosa biografía de santa Úrsula (‘Osita’), descubrí de dónde aparecieron las tales once mil vírgenes.

Era la hija de un rey de Britania y se había consagrado al Señor. Su padre la prometió a Ereo, un príncipe bretón pagano. Para hacer valer su compromiso y celebrar sus bodas con Cristo viajó a Roma en busca del papa Ciríaco, custodiada por diez de sus damas de compañía, y cada una a su vez con otras mil jóvenes vírgenes, a quienes en el camino fue convirtiendo. El Vaticano consagró su voto de virginidad perpetua que cancelaba el otro compromiso nupcial. En el camino de regreso, cuando iban por Colonia, se encontraron con las huestes de Atila, quien se prendó de Úrsula. Y sus hunos, en número de once mil, cada uno de una de las doncellas. Ninguna quiso dar a probar sus preces, y por ello fueron cruelmente masacradas, sigue contando la leyenda cristiana. Como si no conocieran a Atila, que por donde pasaba su caballo no volvía a crecer la hierba. Allí se perdió esa virgamenta y en el bárbaro acto las vírgenes murieron cantando.

La Iglesia necesitaba leyendas virtuosas que compitieran con la permisiva mitología pagana. Pero investigadores doctrinales que veían desmesurada la multitud de mártires consultaron las inscripciones que se hicieron en la basílica erigida en homenaje al martirologio, y encontraron que las acompañantes de Úrsula no fueron once mil, sino once, con ella. Se llamaban Aurelia, Brítula, Cordola, Cunegonda, Cunera, Pinnosa, Saturnina, Paladia y Ordalia de Britania. La inscripción dice ‘XIMV’, XI por el número 11, M por mártires y V por vírgenes. Y se malinterpretó como XI Mil Vírgenes”. A cada una la atacaron mil bárbaros, ¡vive Dios!

No eran más de once, las que en promedio corresponden a cualquier tumbalocas moderno.

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