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La vendedora de minutos

Durante la filmación de La vendedora de rosas, Gustavo se esmeró más de lo posible en sus funciones de asistente del productor, no tanto por mostrar su fidelidad a Víctor Gaviria, el director que era su ídolo, sino por ganar puntos ante su esposa.

7 de agosto de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

Durante la filmación de La vendedora de rosas, Gustavo se esmeró más de lo posible en sus funciones de asistente del productor, no tanto por mostrar su fidelidad a Víctor Gaviria, el director que era su ídolo, sino por ganar puntos ante su esposa. Ella ya había perdido las esperanzas de una relación estable. Cinco años habían pasado volando y se le agotó la paciencia. Además, dudaba que la tal película fuera a ser un éxito monetario. Todo ese cuento de desnudar las infames costumbres de las comunas era solamente un pretexto de ese combo de gonorreas para meter droga venteada. El hecho fue que cuando terminó la película y Gustavo regresó a casa con los no escasos y bien contados denarios encontró que lo habían dejado. “Hasta aquí nos trajo el tren”, rezaba la esquela que cubría un plato con arroz y lentejas, sobre la mesa de la cocina. Le dolió como si la claqueta se la hubieran cerrado sobre las huevas.

Había metido perico tieso y parejo, para qué, si para eso se trabajaba. La droga hacía parte del elenco. Meter para crear era muy distinto que hacerlo para soyarse o para delinquir o para escaparse. A los creativos de acá hasta las propias señoras los satanizan por apoyarse en el estimulante para crear productos artísticos que a pesar de la putrefacta materia prima pueden llegar a ser perdurables. Eso sí, nada con las viejas en el rodaje, no quería complicarse la vida, ni a Lady Tabares le provocó mandarle la mano. Lo que tenía, y bien cargadito, era solamente para ella, para Paloma.

Vio Gustavo un sitio donde vendían minutos, en una calle roñosa. Le solicito a la joven señora que le marcara tal número. Nadie le contestaba. Insistió, ante la mirada intrigada de la dómina triste, que comenzó a ver bien bonita, con su falda canela hasta la mitad de los muslos. Insistió durante tres días seguidos, desde el mismo sitio, al pie de la residencia modesta donde se alojaba la troupe peliculera. Al final Paloma le contestó para decirle que no la jodiera más. Que ya se había organizado. Él le rogó, le dijo que iba a cambiar, que ya las cosas marchaban. Que la cinta estaba siendo un éxito y que tenía un billete para que se fueran de vacaciones. Y todo el etcétera de los amantes vejados. Pero nada. La vendedora de minutos lo miraba con lástima. En el comedero de la cuadra preguntó a la mesera si sabía cómo se llamaba la señora de los minutos y la deslenguada le dijo que Perla y que había sido la mujer de un animal que mal la trataba que se llamaba Libardo, y que la había botado para irse a joder a otra.

Gustavo inició la conquista, con su experiencia de revisor de guiones. Encomendó a un camarógrafo que contestara sus llamados ficticios. “Querida, no me dejes. No puedo vivir sin mujer. Tú sabes el daño que me hace no descargarme. No imaginas cómo he arreglado la pieza.” Pero siempre se escuchaba el golpe fulminante de la colgada. La última vez le marcó furioso, le dijo que sabía que se había ido con un tal Libardo y que por más gonorrea que fuera, él era peor venérea y que donde los viera los masacraba. La vendedora de minutos oyó aterrada. Tenía que tener compasión de este pobre hombre y tenía que salvar a su asqueroso compañero anterior, padre de su hijo, de la tremenda amenaza. Así que comenzó a coquetearle, a decirle que un fracaso de amor no podía ser el final de una vida. Él la miro como a su salvadora. Al otro día le trajo unos tenis americanos y le ofreció compartir su remozada vivienda. La invitó a ver la película y ella quedó prendada. Han pasado varios años y la pasión no declina. Pero Perla, la vendedora de minutos, no deja de pensar que de un momento a otro va a aparecer Libardo. Y de allí va a surgir el tema de otra tragedia.

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