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El enemigo que no pudo ser

Volverse uno más pacifista que los amigos que entregaron los fierros y ganarse un enemigo gratuito es calvario que no le deseo ni a ese enemigo.

14 de agosto de 2018 Por: Jotamario Arbeláez

Volverse uno más pacifista que los amigos que entregaron los fierros y ganarse un enemigo gratuito es calvario que no le deseo ni a ese enemigo. Y si ese enemigo pretende ser como uno, y no tiene cómo, ni cuándo, ni dónde, le toca a uno sentarse a la orilla del camino a esperar que pase en carroza porque qué hace. Ni modo de salir a enterrarlo ni escribirle una esquela fúnebre porque dirán sus deudos –que no le quedan, porque el repudio es unánime, aunque sospecho pecho que viene trabajando para su causa mortificante a mis más queridos amigos–, que tal nobleza no pasa de ser una farsa, que ni que yo fuera un santo loco de altar.

No debe ser coincidencia que todos mis enemigos murieran cuando iban en lo mejor de su ataque. Expiraron de la rabia por no haberme hecho caer en ninguna de sus torpes trampas antipersona. Con el doloroso agravante de que no hay peor veneno que un melancólico derrame de bilis negra, esa especie de VIH de la conciencia. No tengo la culpa de tener la garra para el saque y la defensa de Capablanca.

Lo que más mortifica al individuo que me persigue, buscándo mi caída es que yo sea presuntamente un ególatra y presuntuoso, cuando no presumo ni siquiera de lo que tengo. Mucho menos voy a hacerlo de lo que me creo, que no es poco, pero es privado. No le hago mal a nadie sino solo con mi presencia. No porque huela feo sino todo lo contrario. Porque mis colonias aroman hasta al vecino. Camino suavemente por la ciudad y más se gastan las aceras que mis zapatillas de ante. Voy por tu cuerpo como por el mundo es un verso de Octavio Paz, que le dedico a la mujer que me espera, así llegue tarde. La vicepresidenta del banco está loca porque le haga un préstamo, el de mi último libro.

Tengo tribunas de expresión en varios periódicos y revistas, donde me aprecian y pagan bien y no me recortan ni un pite, y el animal que me acosa, a quien en ninguna parte publican porque yo le he hecho cerrar las puertas –según alega–, se dedica monotemáticamente, amparado tras el anónimo de una ristra de seudónimos, a rumiar en los correos electrónicos abiertos a los comentarios de los lectores, toda la pasta de estiércol que le circula por las escleróticas venas. Así piensa que me va a hacer echar de los medios, el pobre.

Dice, por ejemplo, que me vaya a bañar, que soy un cochino, que quién me dijo que era poeta, que soy un marihuano desde chiquito, que soy homosexual -a juzgar por su condición, ventilada en público-, que él es mejor escritor pero que nadie se ha dado cuenta porque no lo han leído, que no hago sino escribir acerca de mí en lugar de escribir sobre cosas que no conozco, porque el caso es que no aguanta que ilumine mis frases con tanto color y luz que no parece que utilizara un computador sino un pincel chino, un camaján del Belalcázar, un tarugo de la barriada.

Otra cosa a la que se aferra es a que traicioné el nadaísmo, porque ya no duermo en la calle sino en cama de tres colchones, como si en sesenta años no se hubieran de superar los presupuestos del primer manifiesto, que por otra parte no escribí yo. Tiré piedras contra el establecimiento, mis enemigos empiedrados me las devolvieron multiplicadas, y con ellas, como el poeta Marinetti, me construí el castillo donde caliento mis huevos.

Hoy no soy más anarco que el arco iris. Pero sigo siendo un provocador. Así prefiera la caricia a la bofetada. Y cuando hablo de mí, aquí o en el Vaticano, lo hago para burlarme de mí mismo, según la escala de valores de mi estirpe del barrio Obrero, donde funcionaba La casa de las agujas.
Acabo de ganar el Premio Dámaso Alonso, de España, por la totalidad de mi obra y la totalidad de mi vida. Sexto premio que recibo y que tengo mucho gusto en dedicárselo al personaje que sufre con mis gabelas.

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