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79 del alma

El próximo 30 de noviembre, cuando esté celebrando los 79 del alma en La montaña mágica, la casa campestre en Maravilla de Leyva que me ha puesto la vida como alfombra roja para terminar mis pasos.

18 de noviembre de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

El próximo 30 de noviembre, cuando esté celebrando los 79 del alma en La montaña mágica, la casa campestre en Maravilla de Leyva que me ha puesto la vida como alfombra roja para terminar mis pasos -que no todos fueron de baile-, habré vivido 28.835 días con sus noches, lo que es más que demasiado para alguien que en su momento escribiera: “A la altura de mis 26 años, viejo ya para mi generación, escribo esto a manera de epitafio que no quiero que hagáis grabar en mis tumbas”. Sentía que ya caía, tal vez por alguna decepción con los dioses o con las novias, y dejaba ver mi personalidad dividida. O pensaba que iba a tener dos fosas, una para mi cuerpo y una para mi alma, que por entonces no aceptaba fuera inmortal. En otro poema más complaciente vaticinaba: “Hasta el año 2000 me durarán mis dientes”, lo que quería decir la existencia, pues de las piezas dentales no he perdido ni la primera. Y en el año 2000, en lugar de asistir a mi sepultura recibí mi pensión de jubilación, más jugosa que una toronja, lo que me significaba un Siglo XXI sin tener que buscar la papa, en el goce de la lectura de mis 7 mil volúmenes y en la escritura de los 13 tomos que comprenden la saga, de Los días contados. La vida termina por darle a unos más de lo que merecen, pero uno también a la vida se lo ha dado todo. Y trabajé sin falta más de 30 años, sin descuidar la vagancia y las transgresiones. En la publicidad, que consiste en ofrecerles a los demás lo que uno quisiera para sí mismo.

Cuento estas cosas pues como no me gusta hablar de la gente me limito a hablar de mí, y así no tengo que rendir cuentas por injurias ni calumnias. Pertenezco a la clase de escritores confesionales como San Agustín, quien partió de un burdel africano a fundar la Ciudad de Dios, y Pedro Abelardo, a quien el canónigo Fulbert mandó capar por propasarse en deliquios con su sobrina. Soy de aquellos que desde temprano decidieron dedicarse a salvar el mundo, denunciar los saqueos y matanzas, impedir las guerras mundiales y las civiles, los desastres naturales y la caída de los aviones, hacer todo por la defensa de la criatura humana, bajar de sus pedestales los mitos, ver de tratar los males con la palabra, a la espera de un mundo mejor qué dejar a los hijos. Y qué guapos y emprendedores me resultaron los dos que tuve, frisando ya mis 50. Pero como nunca dispuse de herencias familiares ni de conocimientos profesionales para ir tirando, como se dice, me decidí por la actividad más antigua del mundo cual es la poesía que todo lo crea y todo lo puede, y gracias a ella me salvé del suicidio y de las hambrunas, gané premios estrepitosos, le di vueltas al mundo dejando en cada ciudad una flor tronchada, tuve amores que ni en el cine, amigos que ni Jesucristo Superstar. Y aquí voy, caminando con mi cayado por los collados, acompañado de mis dos perros en adopción. Contemplando en el cielo las nubes o las estrellas, según la hora, a las que casi nunca les paré bolas por estar pendiente de las teclas de la escritura. Pero la vida va pasando y esta es la hora de aprender.

Todavía guardo una cantidad de carpetas con borradores que me traje de Cali a Bogotá en 1970, cuando pensé que con la denuncia del fraude a Rojas Pinilla le iba a recuperar el poder. Textos que debo trabajar o romper. Y un programa de obras para las que no sé si me dé tiempo el tiempo. Debo acelerar el tecleo, mientras contemplo desde la ventana de mi estudio la cima del cerro de Iguaque donde está Bachué guiñándome el ojo.

No tengo ningún mal que corroa mi esqueleto ni mi musculatura de mecanógrafo. Quedé como un atleta de la operación de las vértebras, de la del apéndice como si no lo hubiera tenido y de la próstata muy tieso y muy majo, sin el tan fastidioso como peligroso fluido. Libre del mundanal rugido, trabajo sin descanso para ver de dejar un testamento literario que sea grato para los jóvenes que todavía nos preguntan. No pude haber despilfarrado 28.835 días en la parranda. Gracias a los besos y abrazos que recibí me mantengo erecto. Gracias a mi mujer no me caigo ni de la cama. Gracias a los hijos que tuve le devuelvo al planeta el don de la vida. Y gracias a usted, lector, me congracio con la palabra.

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