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Sembrando odio

Yo lo vi. Nadie me lo contó. Construyeron su suástica con madera...

23 de octubre de 2016 Por: Jorge Ramos

Yo lo vi. Nadie me lo contó. Construyeron su suástica con madera y clavos poco antes de que se metiera el sol, en el jardín trasero de una casa en una pequeña población de Ohio. No puedo decir dónde; ese fue el acuerdo para poder presenciar la ceremonia. Al anochecer, una veintena de supremacistas blancos le prendieron fuego a la suástica mientras saludaban al estilo nazi con el brazo derecho y gritaban “¡White power, white power!” (“¡Poder blanco, poder blanco!”). Es difícil creer que esto pasa en poblaciones de Estados Unidos, a solo minutos de grandes ciudades. El número de grupos extremistas ha crecido drásticamente. El Southern Poverty Law Center calcula que en el 2015 aumentó de 784 a 892 el número de esos grupos y de 72 a 190 el de asociaciones vinculadas al Ku Klux Klan. Aún no sabemos cómo terminará el 2016, pero todo indica que el odio va a la alza. Me he pasado los últimos seis meses, junto con un grupo de periodistas y cineastas, viajando por todo Estados Unidos para reportar y filmar un documental sobre el aumento de los crímenes de odio. Y lo que me encontré es sumamente peligroso y preocupante. Un líder del Ku Klux Klan en Texas me dijo sin ningún titubeo que él era superior a mí solo porque él era blanco y yo hispano. Un intelectual de la llamada “derecha alternativa” (o “alt-right,” en inglés) en Virginia me advirtió que, tarde o temprano, yo me tendría que ir de Estados Unidos, junto con millones de hispanos, para que ellos pudieran reconstruir un país mayoritariamente blanco. Los supremacistas blancos están enojados y asustados. En unas tres décadas los blancos (no hispanos) — que son un 60% de la población — dejarán de ser mayoría. El futuro de Estados Unidos es como Texas, California y Nuevo México, donde hoy todos los grupos son minorías. Pero es precisamente esa visión multirracial y multicultural del futuro de la nación la que rechazan los más racistas. Las palabras de Donald Trump, por supuesto, los motivan. El candidato republicano dice cosas que ningún otro político en el ámbito nacional se ha atrevido a decir. Eso es lo que se llama la teoría de “activación”. Cuando un grupo — como los extremistas blancos — se siente amenazado, busca líderes que identifiquen al enemigo, que verbalicen sus miedos y que expliquen un plan de acción. Eso es lo que ha hecho Trump al proponer un muro con México, la deportación de millones e impedir la entrada al país a musulmanes. Además, cuando los extremistas blancos se sienten amenazados por los cambios demográficos recurren al odio y a la violencia. Conocí una inmigrante somalí a quien le reventaron un vaso de cerveza en la cara solo por no hablar inglés, así como a un inmigrante mexicano a quien dos hermanos golpearon brutalmente en una calle de Boston, mientras alababan la candidatura de Trump. Estos no son hechos aislados. El año pasado hubo 63 ataques contra mezquitas, y 20 personas fueron asesinadas por supremacistas blancos, de acuerdo con el conteo del Southern Poverty Law Center. Las palabras importan. Los grupos racistas, como los que conocí en la filmación del documental, suelen reunirse secretamente y alimentan sus prejuicios — y su membrecía — en la privacidad de internet. Ahí pocos los cuestionan. Las redes sociales son una de sus principales armas de reclutamiento. Pero en esta campaña electoral, han salido de la oscuridad y están ocupando espacios públicos y participando en medios de comunicación que antes evitaban. Llevo 33 años viviendo en Estados Unidos, y nunca había sentido tanto odio. Rodeado de extremistas blancos gritando “white power”, vi cómo se apagaba lentamente la suástica en la mitad de la noche. Hablé lo menos posible; tengo acento al hablar inglés y ese no era un lugar seguro para inmigrantes como yo. De pronto me di cuenta que todo esto estaba pasando en el país cuya declaración de independencia dice desde 1776 que todos los hombres son creados iguales.