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Matar a los 16

Escondido tras el hule deformado de una máscara, encontró a su víctima entre la celebración del Halloween y en una calle de El Guabal le disparó muy de cerca, casi a quemarropa, mientras él huía en medio de la gente.

18 de diciembre de 2018 Por: Jorge E. Rojas

Escondido tras el hule deformado de una máscara, encontró a su víctima entre la celebración del Halloween y en una calle de El Guabal le disparó muy de cerca, casi a quemarropa, mientras él huía en medio de la gente. “Una persona va caminando sobre la vía pública y es abordada por otra, que lo hiere con arma de fuego. Aprovechó la aglomeración y una característica especial: una máscara de payaso”, dijo el 31 de octubre del 2017 el coronel de la Policía, Óscar Lamprea, describiendo la frialdad del homicida. Bajo el disfraz, como una mueca retorcida del pasado y nuestro presente, huyó un asesino de 16 años.

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Agarrado a la parrilla de una motocicleta zigzagueando los carros de la Avenida Estación, hace ocho meses disparó contra el conductor de un Porsche que llegaba al semáforo: llevaba encima un chaleco antibalas, una pistola nueve milímetros y 16 años (también). Antes de intentarlo como sicario lo había intentado siendo niño. Llegó a llamarse Cristian Díaz, a creer en el reguetón como futuro, y a tener escogido un electrizante nombre para ser cantante: Voltio. Pero eso tampoco salió. El día del atentado, luego de que un carro embistiera su escape, la Policía lo alcanzó a tiros y un proyectil en la ingle terminó con todo.

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Ahora fue hace un mes en El Peñón, en un confuso caso con dos carros, dos motos, una presunta persecución, un doble homicidio y al parecer dos sicarios. A los 16 años, uno de ellos ejecutó la orden con una Jericho, pistola semiautomática de fabricación israelí. Capturado por las cámaras de seguridad de los restaurantes del barrio y luego por la Policía, el muchachito duerme hoy tras las rejas con miedo de ser libre alguna vez. Aunque imputado por homicidio agravado y porte ilegal de armas, dicen que en la calle le pusieron precio a su cabeza. Dicen en la calle, que el muchachito se equivocó en la orden.

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Una a una, las viñetas de nuestros tiempos violentos siguen recreando la historia repetida. Nada explica que a los 16 años el mundo aquí siga siendo un lugar tan frío y duro como el gatillo de un arma. Nada. Pero a la vez todo, tristemente. En principio el narcotráfico que sobrevive a las guerras y las muertes de los capos. Hasta hace dos años habían contadas 55 oficinas de cobro, y hasta hace cinco, más o menos 120 pandillas según registros de la Personería Municipal de entonces. ¿Cuál es la razón de ser de esos ejércitos en estos tiempos? ¿Qué transformó a todos esos chicos, salones completos de posibles estudiantes, en pelotones de gatilleros? ¿Qué los sostiene? ¿Qué los mueve? ¿Qué los convence?

Usando otras máscaras, el narcotráfico sigue entre nosotros con el mismo descaro. Está a unas cuadras del Palacio de Justicia, en centros comerciales que se han levantado sobre sótanos y bodegas que les sirven de lavadero. En las líneas de droga que siguen funcionando en el Planchón de Santa Elena, y a nada de la estación de Fray Damián, donde han funcionado toda la vida. Está en compra-ventas de carros que han crecido en lotes silvestres. En discotecas. En estancos. Está en el nombre de Martín-Bala. Y de toda la demás ralea que no tiene apellido sino alias. Después del narcotráfico ha sido el narcotráfico. Está en sus formas. Las de siempre. La vida que tiene tarifa. Muchachitos a los 16, unos simples cartuchos. ¿Cómo se llamará el siguiente?