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Despalomados

Nos gusta el humor, a menos que comprometa nuestros intereses o nos pise los callos.

30 de septiembre de 2018 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Piden en redes sociales la cabeza de quienes han hecho del humor una herramienta de crítica social. Diría uno “ladran, Sancho, señal de que cabalgamos” y no habría necesidad de una quijotesca columna en defensa del humor. Pero aprovecho la ‘palomita’ (no necesariamente Valencia) que me da El País, para plantear un puñado de ideas.

Lo primero, recordar que, según el escritor Alfred López, la mentada frase no ladra en ninguna de las páginas del Quijote (libro que tampoco se llama así). Parece provenir de un poema de Goethe, ‘Ladran’, que dice: “Quisieran los perros del potrero por siempre acompañarnos, pero sus estridentes ladridos sólo son señal de que cabalgamos”. Lo de Sancho habría sido aporte de alguien por el camino de la vida.

Dicho lo dicho sobre el dicho, al grano: el humor formal, acartonado y aséptico deja de ser humor. Humor que está cada vez más cercado por un exceso de corrección que le priva de su carácter. Nos gusta el humor, a menos que comprometa nuestros intereses o nos pise los callos.

En épocas en que la sociedad supuestamente es cada vez más abierta, disponen que el humor vista la librea y no la libertad. Que satisfaga los deseos de corrección de todos los sectores, pero que siga siendo humor. ¿Humor inofensivo? ¿Eso qué es?

Se les exige a los humoristas que no se ocupen de personajes regionales o etnias, que no hagan mofa del consumo de sustancias, que no se burlen de la derecha o de la izquierda, que no ventilen intimidades sexuales, que dejen en paz a quienes tienen defectos físicos, que usen el sufijo afro a tutiplén, que se cuiden de puyar a profesionales y gremios, que no osen cuestionar a Dios y a las religiones diseñadas para buscarlo mientras recaudan fondos, que se haga caso omiso de los uniformes y que no se ponga en tela de juicio la ley.

Algunos políticos despalomados, con torpeza y mala fe, alegan que los dardos se les lanzan no por sus ideas ridículas o peligrosas, sino por su condición de género. “Los políticos ya salieron del colegio”, decía Pascual Gaviria. “¡Qué es eso de que les están haciendo bullying, tienen que tener cuero duro, son figuras públicas!”.

Transitamos, además, un delicado estadio: culpar al humor y declararlo socio en la apología del delito y las tragedias humanas. No es así: el humor es apenas el espejo que las refleja y, como a Dorian Gray, nos fastidia vernos allí, con nuestras taras y defectos. La risa no puede convertirse en un capítulo más de los manuales de buena conducta. Criminalizar al humor, principio del fin.

Lo serio, por esas generosidades del idioma, no es solo lo sincero e importante (como el humor), sino lo grave y severo. Si este fuera un país serio, anotaba Esteban Carlos Mejía, no le tendríamos tanta rabia al humor. “Nos reiríamos a las carcajadas con las parodias de los caricaturistas o con las payasadas de los payasos (sic) que se consagran a mamarles gallo a políticos, corruptos y curas pederastas”. Y citaba a José Ingenieros: “Todo mediocre por lo general es solemne”.

Darío Adanti, argentino que ha hecho de España su casa, decía: “el humor es ese hermano menor de la prensa, que es el primero en recibir los golpes; el humor es como el pajarito de la mina: el primero en morir por la censura”. Pajarito picoteado por la vociferante paloma.

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Ultimátum.  
¿Será matoneo sexista la ácida y genial imitación de Paloma Valencia que hace Alexandra Montoya en La Luciérnaga?

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