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Los intelectuales van a ser importantes en el posconflicto. Serán, ni más ni menos, los responsables de construir las narrativas sobre lo ocurrido durante el conflicto y de presentarlas a la sociedad.

11 de agosto de 2017 Por: Gustavo Duncan

Los intelectuales van a ser importantes en el posconflicto. Serán, ni más ni menos, los responsables de construir las narrativas sobre lo ocurrido durante el conflicto y de presentarlas a la sociedad. Si logran construir versiones comprensivas, que den cuenta de las razones que motivaron ciertas conductas y si hacen justicia con las actuaciones de quienes les cabe algún grado de responsabilidad, los intelectuales podrán aportar mucho a la reconciliación. De lo contrario, si sus versiones atizan los odios y en vez de reivindicar a las víctimas las victimizan nuevamente, pueden convertirse en responsables de nuevos ciclos de odios y revanchas.

Muy seguramente las revanchas no llegarán al terreno de la violencia, o al menos no a los niveles de las décadas anteriores, pero se trasladarán al terreno de la política. Lo que impedirá llegar a un acuerdo mínimo de aceptación entre gobierno y oposición, algo esencial en una democracia. Las narrativas de los intelectuales opuestos a la reconciliación serán el material perfecto para que los sectores extremistas en la política atraigan en las elecciones los votos de quienes se sienten agraviados por las condiciones de la paz. Víctimas y agravios de un lado y del otro es lo que hay luego de una guerra tan larga.

Los extremistas, bien sea por sus convicciones y/o por mantener contentos y leales a sus votantes, al llegar al poder podrán utilizar el control del Estado para retaliar a la oposición y a sus contrarios ideológicos. Una narrativa basada en la revancha puede incluso ser el pretexto perfecto para cambiar las reglas del juego e imponer nuevas instituciones afines a sus intereses.

En ese sentido, a los intelectuales les cabe una enorme responsabilidad en la actual coyuntura histórica. El problema no es que tengan un sesgo ideológico. De hecho, es imposible que exista un pensador, científico social o analista sin ningún tipo de afinidad política. Lo grave es que, en su trabajo, en sus contenidos y en su presentación al público, pierdan cualquier tipo de rigor con los hechos del conflicto y se convierta en un vehículo de propaganda, del más puro activismo.

Muchos intelectuales son activistas de la paz, al punto que sus análisis pueden caer en la ingenuidad y en la tontería. Desconocen hasta lo elemental que sus actos en la interpretación del conflicto y en la asignación de las responsabilidades, propias de cualquier narrativa, necesariamente implican ventajas y desventajas en la competencia política. Sin embargo, sus interpretaciones no hacen tanto daño porque, como la motivación es la superación del conflicto, ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos. Las injusticias e inexactitudes de sus narrativas no conducen a retaliaciones políticas.

Pero cuando el activismo de los intelectuales implica un compromiso con un sector extremista, los resultados pueden ser graves para la democracia. Las narrativas enfocadas en construir la versión de un lado bueno, en que los excesos y la victimización son eludidos o justificados, sobre todo a la luz de la evidencia disponible, y de otro lado malo, en que todas las actuaciones tenían como telón de fondo la codicia y la falta de escrúpulos, justifican cualquier arbitrariedad a futuro.

No se trata de cortar libertades a los intelectuales en su oficio. El asunto es la necesidad de exigir rigor y responsabilidad en la construcción de las narrativas.

Sigue en Twitter @gusduncan