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El juego desigual

El fútbol debe encontrar fórmulas que sancionen al infractor sin arruinar el espectáculo, como castigos económicos severos que recaigan sobre el jugador indisciplinado, no sobre los aficionados.

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José Félix Escobar
José Félix Escobar | Foto: El País

13 de oct de 2025, 12:30 a. m.

Actualizado el 14 de oct de 2025, 02:13 a. m.

El fútbol es una pasión universal. Ningún otro deporte convoca tantas multitudes en todos los continentes. En su esencia deportiva consiste en que once jugadores se enfrenten a otros once en igualdad de condiciones.

Pero ese fundamento igualitario se viene quebrando poco a poco, y el año entrante, cuando se celebre el Mundial, será buen momento para que la Fifa reflexione sobre dos anomalías que atentan contra la esencia misma de la competencia deportiva y del espectáculo que ella implica.

La primera es el manejo de las expulsiones. Es el fútbol el único deporte que castiga al espectador. Cuando un árbitro decide expulsar a uno, dos o hasta tres jugadores, convierte el partido en una farsa. Quien pagó su boleta para ver un encuentro deportivo termina presenciando un aniquilamiento, pues es imposible que siete u ocho jugadores compitan dignamente contra once adversarios en plena forma física.

Hace pocos días lo pudimos constatar en el fútbol colombiano, cuando el Deportivo Cali (mi equipo de siempre) enfrentó a La Equidad. Este rival a los 24 minutos del primer tiempo se quedó con apenas nueve jugadores en cancha. El resultado fue predecible y bochornoso. Algunos dirán que se trata de hacer respetar la autoridad del árbitro, y tienen razón. Pero la autoridad no está reñida con la justicia hacia quien pagó por ver un espectáculo deportivo de calidad.

La solución no es compleja. En el hockey sobre hielo, cuando un jugador es expulsado, su equipo juega en inferioridad numérica durante unos minutos, pero luego se repone el jugador. En el baloncesto, las faltas son personales, pero el equipo mantiene su quinteto completo. El fútbol debe encontrar fórmulas que sancionen al infractor sin arruinar el espectáculo, como castigos económicos severos que recaigan sobre el jugador indisciplinado, no sobre los aficionados.

La segunda anomalía es geográfica. No puede ser que en pleno Siglo XXI se permitan partidos a más de 4000 metros de altura en Bolivia, donde el visitante llega en condiciones de clara desventaja física. Tampoco es razonable programar encuentros con temperaturas que superan los 40 grados centígrados, convirtiendo la cancha en un horno donde el mérito deportivo queda en segundo plano.

La Fifa, que tanto se preocupa por regular el color de las medias se hace la de la vista gorda ante estas inequidades flagrantes. Es que el deporte moderno se ha convertido en un gran negocio donde los intereses comerciales y geopolíticos pesan más que los principios de justa competencia que alguna vez inspiraron al barón Pierre de Coubertin.

El Mundial que se avecina debería ser ocasión propicia para poner estas cuestiones sobre la mesa. Los aficionados merecen ver partidos donde gane el mejor, no el que cuenta con ventajas artificiales. El fútbol no necesita ayudas externas para ser apasionante; su belleza reside precisamente en la incertidumbre del resultado cuando dos equipos se enfrentan en condiciones equitativas.

Ojalá la Fifa tenga el valor de escuchar estas inquietudes. Por ahora, los verdaderos perdedores son los espectadores, que siguen pagando boletas caras para presenciar encuentros viciados por los reglamentos.

***

Posdata: Es curioso un presidente que encuentra tiempo para dar discursos de hora y media sobre Gaza y Estados Unidos, pero ignora de manera deliberada los problemas que por todas partes surgen en nuestro país.

Doctor en Jurisprudencia del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Abogado en ejercicio. Colaborador de EL PAÍS desde hace 15 años.

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