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Salsa y coca

Sin ese Harlem el jazz no habría sido lo que llegó a ser. Como la salsa sin las discotecas de Queens.

21 de julio de 2022 Por: Carlos Jiménez

Alejandro Ulloa viene de publicar un libro que mereció un premio nacional de ensayo y cuyo tema central son las relaciones entre la salsa y la coca. Es un libro importante y merecedor de la amplia reseña que escribí sobre él con la intención de que se publique en La Palabra, publicación digital de la Universidad del Valle. Pero también es el inspirador del breve paralelo que voy a hacer aquí entre el jazz y la salsa, en el que no falta el papel cumplido en la difusión de ambos géneros musicales por la prohibición del alcohol en un caso y de la cocaína en el otro.

El jazz es considerado por el etnomusicólogo norteamericano Alan Lomax un gumbo, o sea el equivalente en términos musicales de un plato típico del sur de los Estados Unidos que es un arroz caldoso al que se le añaden a voluntad mariscos, aves, cerdo ahumado o chorizos. Un sancocho musical si se quiere, en el que se mezclaron músicas como los blues, los spirituals y el ragtime creadas por los esclavos africanos y sus descendientes en el sur de los Estados Unidos y que encontraron en los bares y prostíbulos de Nueva Orleans el escenario propicio para la mezcla que dio nacimiento a lo que pasó a llamarse jazz en el Nueva York de los años 20. La ciudad que se convirtió en la meca a la que peregrinaron los músicos sureños con el fin de beneficiarse del nacimiento de la radio y de la industria disquera y en donde continuaron la reelaboración de las músicas originarias que ya habían emprendido en Nueva Orleans.

Algo semejante a lo que décadas después ocurrió con la salsa que, siendo igualmente una fusión en su caso de los ritmos afrocaribeños de Cuba y Puerto Rico, recibió su bautizo en Nueva York, donde se benefició igualmente de la industria discográfica y de posibilidades de difusión internacional de las que carecían en sus países de origen. Y en la propia metrópolis de la existencia de nutridas colonias de emigrantes caribeños y desde luego colombianos que se constituyeron en su público más apasionado y fiel. Como lo fueron para el jazz los negros que viniendo del sur coparon Harlem, el barrio cuyos cabarets ofrecieron en los roaring twenties el mejor jazz a una clientela formada tanto por inmigrantes sureños como por los secuaces de los capos enriquecidos súbitamente con el contrabando de whisky bajo la Ley seca. Sin ese Harlem el jazz no habría sido lo que llegó a ser. Como la salsa sin las discotecas de Queens.

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