Al borde del abismo
Solo en un ambiente de respeto absoluto a la vida podrá darse el diálogo de reconciliación que el país reclama y que representa la única solución posible.
Sería torpe negar que en Colombia venían gestándose las condiciones para un estallido social. Entre las causas del malestar podrían mencionarse la corrupción de la actividad política; la inoperante institucionalidad del Estado sometida en buena medida a intereses particulares; los sueños frustrados de multitud de jóvenes al no tener acceso a la educación universitaria ni al empleo; un sistema laboral indiferente ante la población desempleada, y una pobreza que no cede.
En medio de tanto desencanto llegó el Covid como rayo en bosque seco, sobrepasando las capacidades del Estado. A esto vino a sumarse una reforma tributaria excesiva en sus pretensiones, carente de sentido de la realidad, y absolutamente inoportuna.
Los párrafos anteriores llevan a explicar las expresiones de descontento, las movilizaciones y el paro. Lo grave es que con posterioridad ha continuado una dinámica que lejos de conducir a soluciones podría sumirnos en una tragedia brutal, insospechada.
Digo tragedia porque cada día se hace más claro que en algunos activistas parece existir el propósito de golpear y ahogar una población civil laboriosa repartida en todos los estratos socioeconómicos de esta ciudad, cuyo ‘pecado’ sería el deseo de trabajar, alimentarse o recuperar la salud. No de otra manera pueden entenderse los bloqueos que están causando falta de alimentos, medicinas, combustibles y transporte; produciendo víctimas fatales con la misma eficacia que lo hacen las armas de fuego.
Mientras la comida desaparece; mientras los enfermos mueren ante las barricadas que trancaron su camino al hospital, o por la falta de medicinas que no pasaron los obstáculos, algunos impulsores del paro continuado se mueven en lo internacional denunciando las violaciones a los derechos humanos por parte de la Fuerza Pública. Pero esos protagonistas y sus aliados ocultan la violación sistemática al derecho a la vida, y la emergencia humana impuestas por los bloqueos sobre dos millones y medio de caleños. Una situación que nuestros ciudadanos están en mora de denunciar con firmeza ante los medios de comunicación del exterior y los organismos internacionales.
En Cali se está cocinando un coctel siniestro que debe desmontarse cuanto antes. La inmensa mayoría de los caleños cuyo talante es pacífico y amable están padeciendo aislamiento, las sombras del hambre y el temor por sus vidas. Tienen la autoestima rota, la dignidad violentada, y su ciudad semidestruida.
Esta acumulación de sinsabores más la indiferencia estatal, pueden llevar a que los habitantes ya contra la pared, intenten garantizarse por mano propia la libertad y la seguridad a las que tienen derecho. Se abriría así el espacio para el enfrentamiento armado; lo único que falta para quedar sumergidos en un baño de sangre y en el caos total. Pero tal sería el producto doloroso e indeseable de los abusos combinados con la impotencia.
Los caleños de convicciones humanitarias debemos implorar a quienes se han metido a hacer bloqueos, incluyendo a los indígenas caucanos, que renuncien a esa estrategia. Ella es tan letal como las balas que segaron las vidas de marchantes en episodios que merecen investigarse con rigor.
Solo en un ambiente de respeto absoluto a la vida podrá darse el diálogo de reconciliación que el país reclama y que representa la única solución posible.
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