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El sacerdote europeo que vive hace 30 años entre la guerra del Cauca

Se llama Ezio Guadalupe Roattino: tiene 76 años, 30 viviendo en el Cauca y antes de llegar ahí había peregrinado la fe en el Magdalena y las favelas de Brasil. ¿Cómo ve la confrontación un misionero que antes de todo aquello había logrado escapar de la Segunda Guerra Mundial?

22 de julio de 2012 Por: Santiago Cruz Hoyos | Reportero de El País

Se llama Ezio Guadalupe Roattino: tiene 76 años, 30 viviendo en el Cauca y antes de llegar ahí había peregrinado la fe en el Magdalena y las favelas de Brasil. ¿Cómo ve la confrontación un misionero que antes de todo aquello había logrado escapar de la Segunda Guerra Mundial?

Ezio Guadalupe Roattino está vestido con pantalón café, camisa azul manga larga, ruana. A esta hora, casi las nueve de la noche del 19 de julio de 2012, no parece un sacerdote. Luce, más bien, como otro campesino que camina por la plaza de mercado de Toribío con una linterna en la mano. Es por la guerra. La linterna es por la guerra. En las noches, por algunas zonas del municipio, no se ve el cemento si se mira hacia abajo, no se tiene idea si a dos pasos hay un hueco, una zanja, unas gradas. La oscuridad por falta de alumbrado público es protección para los policías que patrullan el pueblo. En los cerros que lo rodean, dicen, el Sexto Frente de la guerrilla de las Farc ubica francotiradores que apuntan hacia los uniformados. Pero el padre Ezio habla en este momento de paz. Alumbra con su linterna la puerta de la casa cural, se ríe, dice que tiene tantas llaves que no sabe cuál abre la cerradura. La paz, comenta, es precisamente eso: una búsqueda paciente. Ezio Guadalupe Roattino, 76 años, lleva 30 viviendo en el Cauca, especialmente aquí, en Toribío. Mucho antes de eso había nacido en Europa, en lo que hoy es Eslovenia, el 19 de noviembre de 1936. Un poco después supo qué era la Segunda Guerra Mundial. A Claudio, uno de sus mejores amigos de infancia, lo mataron los alemanes. Habían decretado el toque de queda. Claudio se quedó dormido en casa de unos familiares. Quiso ir a la suya. No era lejos. Incluso corrió hacia ella. Los alemanes gritaron. Claudio se asustó. Corrió más rápido. Le dispararon. El padre Ezio tenía 8 años. Cada vez que viaja a su tierra visita la tumba de su amigo. En otra ocasión viajaba con su familia en un camión. Atrás, en medio de telas, se escondía un partisano, miembro de un grupo armado que se oponía a la ocupación Nazi en Italia. Un retén alemán los detuvo. Requisaron, descubrieron al partisano, lo mataron. El padre Ezio cuenta historias de pueblos quemados, soldados alemanes que patean puertas de casas buscando a quien matar, su madre angustiada, niños escondidos en los techos. Arruga el rostro, cierra los ojos. Era la guerra. Lo marcó tanto, que se preguntó qué hacer para buscar la opción de un mundo diferente. Optó por la fe en Jesucristo, es misionero de La Consolata. El padre Ezio ya está sentado tras un escritorio de la casa cural de Toribío. Asegura que esa deshumanización de la guerra que vivió siendo un niño, se ve en el Cauca. Es lo mismo, es lo mismo, repite. En el Cauca, dice, ha sepultado a jovencitos asesinados en Caldono, en Toribío. Fueron entregados en bolsas de plástico. Ha visto cuerpos a orillas de la carretera que lanzan ahí para asustar, para advertir que existe una ley de la muerte. Una chiva bomba que estalla en la plaza de mercado, cilindros que destruyen casas. Pero ha visto sobre todo niños asustados que a veces, en el confesionario, aceptan que han querido matarse.- Eso es la guerra en Toribío hermano. Eso es. Una guerra que le genera miedo: Acaba de sonar lo que parece una explosión en la montaña, unos tiros. Calla, señala hacia el lugar de donde provino el sonido. - A lo mejor, padre, es la puerta de un carro que cerraron duro. Se ríe otra vez. Eres un optimista, dice. Vuelve a hablar del miedo. Son tantos años en el Cauca, tantos años de bombardeos, amenazas, ametrallamientos, que vivir así es una zozobra, un desgaste nervioso. Es inevitable, entonces, sentir miedo. Pero es un miedo que siempre se vence. El padre Ezio menciona a un amigo suyo, su mentor, justo quien lo invitó a trabajar en el Cauca después de haber estado en el Magdalena y en las favelas de Brasil: el sacerdote Álvaro Ulcué Chocué, el primer sacerdote católico indígena de Colombia. Cuando lo mataron, dice Ezio, el 10 de noviembre de 1984, Álvaro Ulcué sonreía. Él lo vio en el ataúd así, feliz entre la muerte. Álvaro Ulcué decía: no tengan miedo, no tengan miedo de morir. El valor contagia, asegura Ezio, que ahora explica el por qué de la guerra en el Cauca. Es la codicia. Esa es la razón. El primer homicidio en la historia humana sucedió por eso. Caín mató a Abel porque no reconoció que tenía una deuda. San Pablo dice en sus cartas que el principio de todos los males es la codicia. Y una guerra se inicia fácil. Una guerra se inicia cuando juegan a las bolitas y el más fuerte le quita al otro. En el Cauca, es lo que quiere decir el padre, la guerra es social, se origina por las inequidades. Ahí está la raíz. También es una guerra cultural. Los bandos quieren imponerse, quieren ser superiores a su prójimo. Y no, no es que en 30 años el padre Ezio haya hecho grandes proyectos por la paz del Cauca, no es así, comenta. La paz no es una opción de una persona, sino de muchas. La paz es la convivencia de las diferencias. Y en realidad no es que exista la paz. Tal vez en un cementerio, tal vez en una dictadura, donde quieren que todos seamos fotocopias, exista. Pero no. En realidad la paz es escuchar las diferencias, dar y recibir. Sencillo. Entonces el padre Ezio no sabe si pudo haber hecho algo por pacificar el Cauca o no. Él, dice, simplemente acompaña, jamás se ausenta. Siempre está aquí, con la gente. Ese, quizá, sea su aporte. ¿Qué hago yo por la paz? Tal vez tener la puerta abierta para el que necesita entrar. Eso explica por qué, junto con la Guardia Indígena, subió al Cerro Berlín hace dos días. Acompañó a sus líderes que buscaban retomar el territorio, desplazar a los militares. Soportó, al siguiente día, los enfrentamientos entre el escuadrón antimotines de la policía y la guardia. Tragó gases, caminó horas, tosió, se ahogó, lloró. El domingo 8 de julio de 2012 también respaldó a la comunidad de Toribío que llegó hasta el lugar donde unos guerrilleros habían lanzado un tatuco contra el hospital indígena del pueblo. La comunidad inutilizó el aparato con el que lanzan los explosivos, exigió que no atacaran más al municipio. Helena Briceño, una enfermera del hospital, gritaba que no la dejaran morir, acababa de ser herida. Perdió una de sus piernas y fue justo en ese momento, asegura Ezio, cuando empezó a gestarse una suerte de resistencia civil en la zona. En Toribío están cansados de la guerra que destruye casas, sega vidas, mutila piernas. Acompañar, repite el padre Ezio, es su aporte a la paz de esta tierra. El buen pastor, agrega, jamás huye cuando el lobo llega. Ahora bosteza, se soba los ojos, mira su reloj. Debe ir a otra entrevista. Son las diez de la noche. El padre Ezio camina de nuevo con su linterna prendida por el parque del pueblo.

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