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Zidane, Dios te bendiga... ¡lo vas a necesitar!

Hace apenas unas horas Zinedine Zidane asumió como técnico del Real Madrid. Uno de sus fervientes admiradores en Cali, repasa su historia, le rinde tributo... y eleva una plegaria por su éxito.

6 de enero de 2016 Por: Jorge Enrique Rojas - Editor de Crónicas y Reportajes de El País

Hace apenas unas horas Zinedine Zidane asumió como técnico del Real Madrid. Uno de sus fervientes admiradores en Cali, repasa su historia, le rinde tributo... y eleva una plegaria por su éxito.

Muy de vez en cuando Dios se da una licencia y permite que alguno de sus genios descienda al mundo de los hombres vestidos de pantaloneta y guayos. Debe ser una de sus muchas formas de recordarnos la existencia del cielo y que allí, los domingos después de misa, también se juega a la pelota. Para los devotos de la religión con más creyentes en el planeta, una de las últimas licencias divinas fue un francés de ancestros argelinos que, como un ángel, se retiró del fútbol vestido de blanco. Pero este, a cambio de alas, se llevó un número 5 prendido a la espalda. Y otro par de ojos que le servían para ver en la cancha lo que nadie más podía; si acaso su jefe, que por supuesto no era Florentino: Zinedine Zidane era un elegido de Dios. Antes que Messi fue Zidane. Junto a Pelé, Cruyff, Di Stéfano, Garrincha, Platini y Eusebio, se sitúa Zidane. Muy cerca de Maradona, Zidane. De niño, primero fue el judo. Hoy suena a desperdicio imaginar  sus pies lanzando patadas estériles al aire en vez de redondeando milagros al salir al encuentro de un balón. Pero primero fue el judo. 

 

Tuvo que ver  con un físico débil entonces y una timidez muy fuerte que lo acompañó durante toda la niñez. El judo y otros deportes que se le atravesaron en la vida como amores veraniegos, le sirvieron para conjurar la fragilidad de su cuerpo, pero no para darle músculo al tímido que aún hoy, a los 43 años, lo sigue a donde quiera que va:

“En primer lugar quiero agradecer al club y al presidente por darme la oportunidad… Intentaremos ganar títulos al final de la temporada”, fue algo de lo poco que dijo en su primera declaración pública como nuevo técnico del Real Madrid, el lugar donde una década atrás se despidió con la finura de un ídolo con aureola, todavía capaz de volar en la cancha. 

Incluso en eso, decidiendo el momento del adiós, fue grande. Haber alcanzado aquella estatura en aquel Madrid galáctico, justamente, no solo tuvo que ver con lo mucho que hizo vestido de ‘merengue’, sino con la forma en que lo hizo, ejemplificando la elegancia que el club más petulante del universo siempre ha perseguido sin importar el precio.

En el 2001 le pagaron a la Juventus 78 millones de euros con tal de conseguir el traspaso del volante, para ese momento con 29 años y una calvicie prematura que ya le acomodaba una corona  en la cabeza.

Al Madrid llegó después de haber triunfado en Italia. A Italia, después de haber triunfado en Francia. Al triunfo llegó intentando emular al uruguayo Enzo Francescoli, que con el arte de sus pies y la camiseta del Olympique de Marsella, lo curó para siempre de la locura de ‘disfrazarse’ de kimono para ir a tirarle patadas a la nada.

Jugar como su primer ídolo fue la más bella obsesión que tuvo desde que lo vio en la liga de su país. Una vez Enzo contó una anécdota que supo a través de la esposa de Zidane: durante buen tiempo, el francés se iba a dormir usando como pijama la camiseta del River Plate con la que su ídolo también se había hecho grande en la Argentina.

Los ángeles, nadie podrá negarlo ahora, también sueñan por las noches. A uno de sus cuatro hijos, Zidane lo bautizó Enzo. El chico se hizo futbolista. Juega en la misma posición del padre. Y desde hace unos años, en las reservas del Madrid.

Cuando Zidane aterrizó en la capital española ya era campeón del mundo. En el 98, haciendo parte de una muy compacta selección francesa, fue definitivo en la consecución del título pese a los dos partidos que se perdió por una roja directa en el juego contra Arabia.

Pero apareció cuando lo necesitaban, en la final, y no en un partidito cualquiera donde cualquiera puede hacer un gol de chalaca; apareció contra el Brasil de Ronaldo y con dos goles de cabeza los mandó a recoger la medalla del segundo puesto.

 En el 2002, Francia, que ya venía acusando los primeros problemas del recambio generacional, se fue del Mundial de Corea-Japón sin defender el título: eliminado en la primera ronda y sin marcar goles. En el 2006, con una selección que intentaba mezclar la experiencia de algunos referentes con el ímpetu de promesas que apenas despuntaban (como Franck Ribéry), Zidane volvió a aparecer para convertir a un puñado de rufiancitos en una pandilla de gángsters que de su mano tuvo las armas suficientes para limpiar a todos los rivales que se le cruzaron hasta la semifinal. Y eso incluyó otra vez a Brasil, esta vez con Ronaldinho entre la banda, que salió opacado por un ‘Zizou’ grandote que coronó el partido haciéndole un sombrerito al fenómeno  Ronaldo, víctima de una de sus típicas jugadas de ilusionista de Broadway. Por ese rasgo distintivo en su carrera fue que un comentarista de Espn empezó a llamarlo con gran acierto, ‘Harry Potter’, siendo ese quizás el bautizo más acertado de los contados que tuvo. Porque al final de cuentas cualquier añadido a su nombre resultaba un exceso. Zinedine Zidane es un simplificador de cosas imposibles y por eso la forma más pertinente de llamarlo siempre fue el hermoso apócope de su nombre: ‘Zizou’. Su despedida del Mundial de Alemania dejó para la historia una secuencia de imágenes que resumen el carácter con el que toda la vida asumió el fútbol. Primero, un penalti a lo Panenka, picoteado en plena final contra la selección italiana y ante la inmensidad ojiazul de Gianluigi Buffon. Y luego un cabezazo en el corazón de Marco Materazzi, el defensa que a punta de insultos encontró la forma de romperle la aureola y devolverlo al mundo de los pecadores. Roja y un adiós tristemente poético en una última escena ocurrida faltando diez minutos para que se acabara el juego.  Zidane saliendo de la cancha con el número diez en la espalda, la mirada al piso, y a unos centímetros de todo él, en la entrada el túnel de los camerinos, el trofeo de la Copa del Mundo exhibido a su paso. En ese momento y no más tarde terminó el partido. ¿Cuánto quedó? Yo, al menos, nunca supe. Ganó Italia,  dicen los que pudieron aguantar al frente del  televisor. Yo no. Yo me fui. Yo solo recuerdo que echaron a ‘Zizou’. Y mientras todo eso sucedía en los mundiales defendiendo los colores de su patria, con el Real Madrid también lo ganaba todo. A su patria chica también le dio todo. El 15 de mayo del 2002, en la cancha del Hampden Park de Glasgow, por ejemplo, el título de la novena Liga de Campeones con el gol más bello de la historia blanca: centro incómodo de Roberto Carlos al borde del área y volea a tres dedos para conectar con efecto un balón que se fue silbando hasta el ángulo de la portería del Leverkusen. 

Zidane's famous goal against Bayer Leverkusen in the UCL Final 2002

 

La plástica del movimiento tuvo una sutileza que solo se asemeja a cosas que hizo la zurda de Maradona. O el pincel de Van Gogh. O, está bien, si les parece mucho, a cosas que intenta Federer cuando tira un revés.

Todo eso, que es tanto, no es crédito suficiente para seguir siendo intocable ahora que ha tenido que regresar al mundo de los hombres y vestirse de técnico para dirigir un equipo que nunca ha jugado como equipo.

Ojalá que en esta etapa siga siendo un elegido, antes que un empleado de Florentino Pérez. Le haría un bien a todo el mundo del balón —inclusive a los ateos—, si de pantalones largos también puede ser un ángel rebelde que pierda la cabeza por el fútbol.

Tal vez así los domingos vuelva a haber una mejor entretención después de misa; no será sacrilegio decir que hasta en el cielo deben estar aburridos de ver ganar  al Barcelona cada ocho días. Por eso y todo lo demás, Dios bendiga a ‘Zizou’.

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