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Miguel González | Foto: Giancarlo Manzano / El País

MUSEO RAYO

Miguel González: óleo sobre lienzo del gran crítico de arte caleño

Sobre arte, suicidio, amor y enfermedad habla el intelectual caleño Miguel González, uno de los críticos de arte más respetados en América Latina.

11 de agosto de 2019 Por: Yefferson Ospina / Periodista de El País

“Yo creo que todos, en medidas diferentes, tenemos la idea o la tentación del suicidio. Cuando a Enrique Buenaventura le preguntaron por el suicidio de Andrés Caicedo, respondió que algunos se suicidan y otros solo piensan en hacerlo. Yo comparto esa idea”.

Sonríe mientras lo dice Miguel González, poco menos de un metro noventa, camisa negra de algo que pueden ser flores blancas y abstractas, pantalón oscuro, sentado en uno de los sillones de la sala de su apartamento, las piernas cruzadas, frente a la hilera de libros y suena jazz de fondo.

Jueves. Diez y media de la mañana. El apartamento es fresco y Miguel es locuaz. “¿Sabes bien lo que quieres saber?”, me preguntó quince minutos antes, con una cierta mirada feroz, afilada, de quien no soporta preguntas superfluas. Tres minutos después Miguel se explaya, es generoso, lo cuenta todo con la paciencia del hombre que lo único que no se ha permitido es la censura.

- Era el verano de 1997. Yo me había enterado de que tenía Sida y me llegó una depresión al revés, dijéramos una euforia. Había viajado a ver la Bienal de Arte de Venecia que ese año coincidió con la ‘documenta’ de Kassel. Luego fui a París y le comenté a una amiga, Leonor Fernández, que es la esposa de François Valéry, el hijo de Paul Valéry, que quería suicidarme.

“Pues aquí en París todo está muy vigilado y la verdad es muy difícil convertirse en un suicida, así que lo siento”, me dijo. De modo que me fui a Orleans, la ciudad de Juana de Arco, a lanzarme al Loira.
Tenía que escoger muy bien el punto para lanzarme porque allí el Loira apenas está comenzando y si no tenía eso en cuenta, iba a tener una caída en seco, una fractura múltiple, no un suicidio. En todo caso cuando llegué a Orleans tomé un taxi y le dije al taxista que me dejara en un puente y me convertí en sospechoso. ¡Nadie se baja de un taxi en la mitad de un puente! Y menos con dos maletas pesadas en las que yo llevaba todos los libros y catálogos que traía de Venecia y Kassel, con las que quería lanzarme y hundirme en el agua. Parece que el taxista llamó a la policía y, como en Francia la policía sí es efectiva, en cinco minutos llegaron patrullas, un helicóptero, de todo, y me capturaron.

- Un suicidio fallido.

- Sí, un suicido fallido. Me llevaron a un sanatorio en medio de mi ira, luego la aerolínea aceptó mis pasajes de avión ya pasados de la fecha, me regresaron a Colombia y en Cali conocí a Germán, mi compañero. Con él vivo desde 1997. Esa fue mi resurrección...

- Entonces no piensa más en el suicidio.

- Pues yo creo que a cada persona se le debería permitir esa alternativa. Es justo que uno pueda tener la opción de suicidarse mientras pueda, ¿no?

Y vuelve a reír y en su risa hay algo, una especie de ironía, la conciencia del que sabe que sus palabras siempre dicen mucho más que la sumatoria de sus fonemas.

***
Era 1969 y Édgar Negret era el nuevo fuego: había sido el primer colombiano en exponer en el Museo de Arte Moderno de New York y sus obras estaban en esa especie de Olimpo que significa ser las más deseadas por las galerías de Estados Unidos y Europa. Negret, que nació en Popayán, vivía en Cali y había decidido exponer una de sus series esculturales en la ciudad antes de llevarla a New York. Fue uno de los acontecimientos artísticos más notables del año al que no faltaron los jóvenes y no tan jóvenes artistas del momento, la casta política y la aristocracia de la villa. No faltó tampoco el jovencito delgado de cabello largo que estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad del Valle.

- Llegaron todas estas señoras y señores de buena familia a ver a Negret y a decir que sí, que sus esculturas eran muy bonitas, que era muy talentoso, pero eso lo hacían porque si exponía en New York pues entonces tenía que ser bueno. No podían decir nada conceptual y riguroso sobre la obra de Negret, sobre el tipo de material que usa, sobre las repeticiones de sus formas, en fin... Entonces al otro día le dije a Andrés (Caicedo) que la gente no sabía nada de arte en la ciudad, que no entendían la obra de Negret, que no tenían ningún concepto para hablar de ella. Y Andrés básicamente me dijo que si yo creía que sabía tanto, pues que entonces escribiera yo...

Así que escribió una crítica de la exposición de Negret que llevó al diario El País y que fue publicada en una de las páginas sociales de la edición dominical.

Aquel fue el inicio.

Era 1969 y dos años más tarde González se había de erigir como uno de los críticos de arte más influyentes de Colombia. El inicio fue aquella indignación puramente intelectual del que comprende pero nadie escucha.

Sin embargo había otro origen. El verdadero principio de todo.
***
El abuelo era chino. Llegó a Colombia en un barco que atracó en Buenaventura y en donde el tipo de lo que entonces era Migración le preguntó su apellido. El oriental dijo Chang y el colombiano creyó escuchar Chávez. Años después la hija del señor de origen chino con apellido colombiano se casó con un hombre migrante de Manizales en Popayán y tuvo a su único hijo en Cali. Miguel González, cuyo cuarto apellido es Chávez pero debería ser Chang.

El abuelo, sin embargo, edificó un camino.

Lo primero fue el desconcierto del circo. Allí donde ahora se erige la Torre de Cali en los años 50 del siglo pasado no había más que descampados de pasto en donde cada año se levantaba la carpa de un circo mexicano. Al chico lo llevaba el abuelo y el chico padeció el deslumbramiento de los trapecistas y payasos y hombres bestias y mujeres míticas y el mismo abuelo lo llevó después al teatro en donde probó la otra fascinación de los hombres y mujeres que se dedicaban por unas horas a construir una vida que no era la suya y también estuvo el cine: los programas dobles de matiné o vespertino a los que iba cada semana. Y ahora mismo Miguel lo recuerda: Judy Garland siendo Dorothy en un mundo que en la realidad era sepia y que en los sueños adquiría color, el ‘Mago de Oz’ de 1939, que no fue la primera película que vio pero ahora es la que más recuerda de la infancia.

-¿Y desde ahí empieza su amor por el arte, el cine, el teatro? - pregunto.
- Sobre todo, mi amor por el espectáculo. Cuando conocí el circo quise ser contorsionista, cuando conocí el teatro quise ser actor, cuando conocí el ballet quise bailar.

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Ser un crítico de arte es, en cierto sentido, permanecer en el margen, ser un extraño perpetuo, el hombre que lo ve todo desde las afueras, que no penetra nunca en las tempestades de la creación.

- Entonces, ¿cómo fue que decidió convertirse en un crítico de arte?

-Bueno, creo que la vida va marcando caminos, y ese fue el que se me presentó. Uno de pronto ve que se le presentan oportunidades y las toma. Lo único que es claro es que con las salidas a cine y a circo y a teatro con mi abuelo yo descubrí un instinto en mí, una inclinación por el arte. Y eso está o no está, nadie te lo puede enseñar ni nadie te lo puedo quitar. En mi casa no había músicos ni literatos ni poetas, nada de eso, éramos una familia clase media normal. Hay algo que es puro instinto, que viene dado, y eso es lo que preservo.

A los 14 años, mientras estudiaba en el colegio San Luis Gonzaga junto a un adolescente de nombre Andrés Caicedo, Miguel se hizo amigo de una profesora de música en Bellas Artes que lo invitaba cada domingo a su casa a escuchar a Brahms o Chopin o Beethoven o Stravinsky. Poco después de los 16 empezó a estudiar historia del teatro en Bellas Artes con Enrique Buenaventura y luego ingresó a la Universidad del Valle a Filosofía y Letras. Aprendió de marxismo y leninismo y también psicoanálisis y, sobre todo, renunció a los extremos.

- Era muy difícil no ser político en ese tiempo. Yo hacía la guardia durante las manifestaciones de los estudiantes y estudié a Marx, pero el marxismo me interesó ante todo desde un punto de vista artístico. Creo que el marxismo le dio una ética al arte y eso me interesa, más allá, la política no me interesa demasiado.

Luego llegó 1971 y Miguel abandonó la universidad, a la que nunca regresó para graduarse. Había empezado a estudiar historia del arte por cuenta propia, a leer crítica, a ilustrarse sobre el arte contemporáneo de su tiempo, a leer a los críticos de su tiempo. Necesitaba un trabajo y ese año lo tuvo. Fue el año que lo decidió todo, para él como para la ciudad completa. Había empezado asistiendo a los espectáculos populares del circo y ahora, frente a él, se extenderían los más sofisticados repositorios de todo el arte de la humanidad.

El arte y la política

“ Ciudad Solar no era una comuna hippie. No nos reuníamos a consumir drogas, realmente estábamos interesados en el arte. Luis Ospina y Carlos Mayolo hacían cine. Andrés Caicedo estaba con su cine club y yo tenía la galería de arte. Claro, hacíamos muchas fiestas y había de todo, pero yo nunca me rendí al alcohol o a las drogas. Luis Ospina decía que yo iba a narrar las fiestas. Cuando algunos no podían más, yo era el que lo recordaba todo...”.

Ciudad Solar fue una especie de club cultural fundado por Hernando Guerrero en una casa del centro de Cali. Era el año de 1971, que no fue un año sino una conmoción prolongada. La ciudad quiso, en palabras de los políticos de entonces, entrar en la modernidad. Se hicieron vías, grandes hoteles, grandes edificios que intentaban parecerse a los estadounidenses, se derrumbaron otros heredados de los españoles, fueron los Juegos Panamericanos y la ciudad se convulsionaba con las militancias de izquierda y derecha en plena Guerra Fría.

Miguel González, en tanto, con las exposiciones que él mismo realizaba en Ciudad Solar y con las críticas que hacía de cada una de ellas, se convirtió poco a poco en lo que con el tiempo se llamaría un ‘Evangelista del Arte’.

Fue un pionero espontáneo.

Cuando aún no existía el concepto del curador, González se había convertido en uno de los más importantes diseñadores de exposiciones de todo el país, que publicaba sus reseñas en el diario El País y en el Diario Occidente al tiempo y que, además, se estaba encargando de enseñarle a toda una ciudad el paisaje desconocido del arte contemporáneo colombiano, que encontraba en él a un sacerdote para predicarlo. Entonces su reputación se hizo autoridad. Él, junto a Álvaro Barrios, Alberto Sierra y Eduardo Serrano, le descubrieron al país entero a los más brillantes artistas de su generación: Luis Caballero, Fernell Franco, Óscar Muñoz, María de la Paz Jaramillo, y una lista inmensa.

Miguel, además, empezó a viajar por el mundo entero para conocer los más prestigiosos centros artísticos y para asistir a los espectáculos artísticos más selectos de occidente: desde el Museo de Arte Moderno de New York hasta el Louvre de París, pasando por el Pompidou o El Prado, los Museos del Vaticano o las bienales de arte en Venecia. Las manifestaciones más sofisticadas de la cultura occidental llegaron a Cali en su intelecto.

Empezó a participar como jurado en los salones nacionales de arte, en las Bienales de Arte de Bogotá y en el Salón Ravinovich del Museo de Arte Moderno de Medellín. En 1984 fue jurado del Premio Fundación Mendoza en Caracas, en 1988 lo fue en la II Bienal de Cuenca, Ecuador; también lo fue en Chile, Puerto Rico, Bolivia. En los 90 fue curador invitado y consultor de las bienales de Venecia, Sao Paulo, Valparaíso, La Habana, La Paz y sus textos se publicaban en Panamá, Caracas, Buenos Aires, México, Canadá, Reino Unido. Se hizo profesor universitario en varias universidades, incluida la de Denison, en Ohio, y durante la primera década del siglo XXI aparecieron una decena de libros de su autoría sobre el arte en Colombia y en América Latina.

En cada uno de esos años, además, ha recorrido el mundo. Es parte de su condición existencial, viajar. Hace pocos meses, de hecho, estuvo en Rusia.

- Estuve en San Petersburgo viendo ópera y museos, y viendo la ciudad, que ahora es capitalismo extremo. Yo la conocí cuando se llamaba Leningrado, con la URSS y cuando uno encontraba matrioshkas, vodka y flores tejidas. Ahora todo es edificios de lujo y Chanel.

- Y hablando de arte contemporáneo, ¿usted es de la idea de que el arte en nuestros días, con el exceso de lo conceptual, atraviesa una especie de decadencia?

- El arte no. En nuestros días las obras de arte no son como en el Renacimiento, contemplativas, ahora las obras están atravesadas por los estudios culturales y por conceptos muy complejos, muchas veces políticos, que son los que buscan generar el artista. Es cierto que hay mucha basura, pero yo creo que el arte no es decadente, la decadente es la sociedad capitalista que sigue concentrando riqueza y aumentando la miseria, que no ha podido cumplir las promesas de mejor vida para todos. Y el arte, entre muchas otras cosas, da cuenta de eso.

Un ‘sin clóset’

“ ¿El amor? Lo he disfrutado mucho, muchísimo. Yo pensaba que el príncipe azul venía por fragmentos. Un príncipe azul para ver cine, uno para ver ópera, otro para disfrutar de un museo, otro para teatro, otro para la cama. Eso sí, nunca, en mi caso, el príncipe azul ve un partido de fútbol. No, nunca. No lo entiendo, no lo soporto. ¿Cómo se pueden quedar frente a una pantalla viendo a unos tipos patear un balón? ¿O viendo a dos tipos con dos raquetas golpear una pelota? Yo no lo entiendo. Ahora, si encuentras un príncipe azul para hacer todas esas cosas juntas, pues bueno, ese es un ser especial...”.

Nunca lo ocultó y, dice, lo descubrió muy tempranamente.

- Uno siente sus impulsos y yo nunca traté de censurarlos. Desde pequeño sentí que me gustaban los hombres.

Sus amigos supieron de su propia voz siempre que es homosexual. Y, dice, no encontró grandes problemas al respecto.

Había un aire de progresismo, de renuncia al conservadurismo de la generación anterior, y él encajó en ese aire.

- Y nunca lo negué, nunca me encerré en el clóset, así que nunca tuve que salir de él. Yo no he tenido problemas con mi homosexualidad, pero sé que muchas personas los tuvieron y los siguen teniendo. Políticamente somos un país diverso, que se supone que en su ley no es racista. Pero en la realidad este país y el mundo es profundamente racista y homofóbico y clasista. Pero bueno, la comunidad lgbt está luchando y ganando batallas, y eso es importante.

Mientras habla, Miguel me enseña algunas de las innumerables pequeñas obras de arte que llenan la sala de su casa: una pintura india hecha con un pincel de un solo pelo; tres máscaras africanas, varios objetos de arte colonial, un grabado de Rembrandt, un cuadro de Oswaldo Guayasamín, una pintura rusa del siglo XVII, una escultura de Negret. También hay una carátula de The Rolling Stones en su más reciente concierto en París y un póster del contratenor alemán y cantante de rock Klaus Nomi. En otro cuarto tiene el autógrafo de Jean Cocteu y el de José Asunción Silva, y una biblioteca en la que se puede encontrar desde la Historia de Europa Moderna hasta la obra novelística de los rusos del siglo XIX.

A Germán, su pareja - el príncipe azul completo - se lo presentó un amigo en común. Días después de su intento de suicidio, en Cali, salió a una exposición de arte en la que se conocieron. Al día siguiente llamó a su amigo, le pidió el número de Germán y - cosa que nunca había hecho hasta entonces, llamar a un desconocido para invitarlo a salir - lo llamó, le dijo que, si quería, podían tomarse un café.

- Luego, lo más difícil fue lograr que decidiera vivir conmigo. Pero lo hicimos y desde entonces estamos juntos.

- El amor, la felicidad...

- Sí, el amor, que se convierte en experiencias juntos, en recuerdos que se atesoran, en la compañía, en disfrutar de momentos sencillos. Y claro, en disfrutar del arte juntos, en amarlo juntos.

Y esas experiencias son tanto una tarde escuchando una presentación de la ópera ‘Otelo’ de Verdi, o un concierto de Metallica en el Madison Square Garden o un recital de Madonna.

No hay nada qué hacer.

Miguel es un amante irredento del espectáculo.

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