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El periodista y escritor argentino, Martín Caparrón, acaba de publicar un libro, híbrido entre crónica y ensayo, donde nombra una vez más a Latinoamérica, partiendo de un elemento en común: el idioma español. Compartimos algunos apartes de ‘Ñamérica’, el redescubrimiento de nuestro continente, libre de nostalgias, victimismos y clichés. | Foto: Foto: Colprensa

PERIODISMO

'Ñamérica', el nuevo libro de Martín Caparrós: lea un fragmento exclusivo

El periodista y escritor argentino, Martín Caparrón, acaba de publicar 'Ñamérica', un libro híbrido entre crónica y ensayo, donde nombra una vez más a Latinoamérica, partiendo de un elemento en común: el idioma español. Compartimos algunos apartes.

5 de octubre de 2021 Por:  Martín Caparrós, especial para Gaceta

Deberíamos serlo y no termina
de sucedernos: somos
nuestro fracaso de nosotros.

A menudo parece que ser latinoamericano es un deber ser que no termina de ser: defrauda, no sucede.

Y lo deploramos –muchas veces lo deploramos– como si fuera un error de alguien o de algo. Creemos en ese deber ser integrado y nos sorprendemos ante el ser real desintegrado. Pensamos que somos un fracaso permanente porque no somos lo que deberíamos, en lugar de pensar que esto es lo que somos.

No pensamos por ejemplo, que llevamos dos siglos empeñados en un persistente, testarudo trabajo de desintegración, del que estamos absolutamente orgullosos. Durante esos dos siglos la tarea más denodada de nuestros estados, de nuestros letrados, de nuestras poblaciones y de nuestros verdugos consistió en buscar y/o crear las diferencias entre territorios y personas que no las tenían bien claras: deshacer América, dividirla en patrias.

Inventar patrias es, antes que nada, establecer diferencias entre tierras que eran una y la misma. Convencernos de que un argentino correntino que habla en guaraní es algo radicalmente distinto de un paraguayo que habla en guaraní y vive del otro lado del río, y debía incluso ir a la guerra contra él, cuando había guerras, o recordarlas y cantarlas cuando
no. Y que un peruano que habla quechua en una orilla del lago Titicaca es enemigo de un boliviano que habla quechua en la otra. Y que un colombiano que habla el mejor castellano en Cúcuta debe pelearse y rechazar a un venezolano que habla tan parecido cruzando el puente en San Antonio –y así de seguido en todo el continente. Las naciones: el gran mito moderno. Sus fronteras.

(Hubo tiempos, tantos, en que no existían las fronteras porque no existían los países. Los límites se borroneaban, los espacios se confundían, los territorios se mezclaban. La frontera es otra de esas cosas que nos vendieron como eternas, naturales: como si no pudiera haber un mundo sin fronteras. Es falso: así fue la mayor parte de la Tierra durante la mayor parte de la historia.

Lo mismo –algo muy parecido– pasa con los países. El sentido común pretende que son entidades inmutables –la patria es, antes que nada, después de todo, «eterna»– y sin embargo las nuestras hace dos siglos no existían y no hay ninguna garantía, absolutamente ninguna garantía, afortunadamente ninguna garantía, de que existan dentro de otros dos. Los países son unos pactos muy complejos, muy frágiles, que suelen hacerse y deshacerse y que, para existir mientras existen, necesitan convencerte de que siempre existieron, de que no están sino que son: que unos dioses o el destino o vaya a saber qué ente todopoderoso les ha insuflado una esencia inmortal.)

En América Latina durante tres siglos no hubo patrias, porque un par de patrias lejanas la ocuparon. Y antes que eso no existía América. Mal o bien que nos pese, América como concepto es un invento de esa invasión: la invención de América.

Para sus habitantes anteriores a la invasión europea, América no existía. Eran tiempos en que la mayoría de las personas del mundo conocía del mundo solo lo más inmediato: veinte o treinta kilómetros alrededor de sus casas, cien o doscientos como mucho. Poquísimos habían viajado más allá; los que sabían que había mundo más allá lo sabían porque alguien se lo había contado –y existían sociedades enteras en las que nadie lo contaba: no lo sabían o no les importaba.

Aquí era así. Cada quien conocía su entorno más cercano y unos pocos podían suponer su región: los Andes peruanos, la meseta mexicana o los valles colombianos, las selvas panameñas o amazónicas. La idea de que todo eso formaba una unidad empezó con esos iberos que se lo apoderaron todo junto. Es raro pero es cierto: lo que hoy llamamos América fue su invento. Un continente poblado por una mezcla de indios, blancos y negros donde se hablan sobre todo dos idiomas y se adora a un mismo dios en versiones levemente distintas.

***
Ya no somos hispanos. Pero sí somos –si algo somos– los que hablamos castellano.
Y el castellano se distingue, más que nada, por esa letra rara.

La eñe se iza, se saluda, se flamea: la eñe es grito y es bandera. La decimos, la escribimos, la enarbolamos como escudo de nobleza inesperada. Parece un chiste –debe ser un chiste– pero es cierto que la eñe se ha transformado en estandarte del idioma castellano: a nadie más se le ocurrió inventarse semejante letra.

La eñe es una extravagancia. El castellano tiene veintidós consonantes; veintiuna existen en las demás lenguas romances; solo una no está en ninguna otra. Veintidós consonantes: solo una exhibe un trazo brusco por encima; solo una es ese invento un poco torpe que consistió en dibujar un firulete sobre una letra ya existente para volverla otra, para advertir que debe pronunciarse de otro modo. Y todo por un sonido tan común.

El sonido eñe es habitual. Todas las lenguas romances, sin ir más lejos, lo dicen, pero el italiano y el francés lo escriben gn –como en gnocchi y champagne–, el portugués y el gallego nh –como en bolinha y en morrinha–, el catalán ny –como en Catalunya. Solo una lengua, esa que algunos llamamos castellano y ciertos españoles español, creyó que tenía
que inventar una letra para representar ese sonido: solo a ella le importó tanto. La eñe es una extravagancia y es un gesto de orgullo: la letra que nadie más tiene, la que, solo con mostrarse, ya dice castellano.

Por eso quiero decir Ñamérica: la América que habla con esa letra, que con ella se escribe. Por eso quiero ser ñamericano: somos los que tenemos esa letra en nuestras vidas.

Ñamericanas, digo, ñamericanos, digo,
señoras y señores, niñas, niños:
la gente de Ñamérica.

***

Y entonces definirla: llámase, quizá, Ñamérica a un arco de 12.000 kilómetros de largo que se extiende de sur a norte o norte a sur, desde Ushuaia hasta Tijuana y viceversa, con un ancho máximo de 2.000 kilómetros desde Valparaíso en Chile hasta el Chuy en Uruguay, y un mínimo de 60 en Panamá –más algunas islas del Caribe.

Así que si Ñamérica existiera –o incluso existiese– tendría 12 millones de kilómetros cuadrados y 420 millones de habitantes: poco más que el cinco por ciento de la población del mundo. Sus 19 países irían desde los 2.780.000 kilómetros de Argentina hasta los 21.000 de El Salvador, desde los 127 millones de personas de México hasta los 3,5 millones de Uruguay: las diferencias son enormes.

Si Ñamérica existiera o existiese tendría o habría tenido en 2019 un producto bruto interno común –prepandemia y según el Banco Mundial– de unos 3.800.000 millones de dólares. Es más o menos lo mismo que Alemania. Solo que Alemania tiene 83 millones de habitantes y Ñamérica unos 420 millones: cada alemán es, en promedio, cinco veces
más rico que cada ñamericano.

Para empezar a verla se pueden armar zonas –caprichosas, opinables– donde, por supuesto, cada país tendrá sus características propias pero habrá, entre ellos, ciertos rasgos comunes:
–el Cono Sur –Chile, Uruguay y Argentina– es, como su nombre lo indica, el extremo meridional de la región. Son, en general, los países más ricos, con más salud y educación y menos religión; son, también, los que tienen mayor proporción de inmigrantes europeos recientes y menos densidad de población. Entre los tres tienen 3,7 millones de kilómetros cuadrados, 66 millones de habitantes y un PBI de 840.000 millones de dólares: casi 13.000 por cabeza.

– los andinos –Bolivia, Perú, Ecuador y medio Colombia– fueron, antes de la conquista, el imperio Inca; la población indígena es mayor que en otras zonas. Son más tradicionales, más conservadores y solían ser más pobres; en los últimos años sus economías se desarrollaron mucho. Sus 86 millones de habitantes ocupan unos 3,2 millones de kilómetros y su PBI llega a los 580.000 millones de dólares: unos 6.700 por persona.

–los caribeños –medio Colombia, Venezuela, Cuba, República Dominicana, digamos Puerto Rico– tienen la mayor cantidad de negros y todos los rasgos de la vida tropical. En ellos el monocultivo –la banana, la caña, el petróleo– es todavía más predominante. Tienen 1,7 millones de kilómetros cuadrados, 80 millones de habitantes y un PBI de 430 millones de dólares: alrededor de 5.400 per cápita.

–Centroamérica –Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala– es el producto de una división tardía: entre los seis países no tienen sino 520.000 kilómetros –la mitad que Colombia– y 50 millones de habitantes que se reparten un PBI de 320.000 millones de dólares: unos 6.400 para cada uno –pero panameños y costarricenses tienen tres veces más, de media, que sus vecinos más al norte. Con una población muy mezclada, ciudades chicas, pobreza persistente y su tradición de gobiernos inestables, su triángulo superior es, ahora, una de las zonas más violentas del mundo.

–México es México: el país más potente de la región, mezcla de docenas de etnias locales y la ciudad más grande de la lengua, una historia riquísima y la zozobra de 3.000 kilómetros de frontera con Estados Unidos. Tiene 1,9 millones de kilómetros, 127 millones de habitantes, 1.200 millones anuales de PBI: casi 10.000 por persona.

–y Paraguay es Paraguay: una anomalía en medio del sur, distinto de los otros, sin costas ni grandes riquezas minerales, se mantuvo siglos en una autarquía rara. En Paraguay el guaraní es lengua oficial y casi toda la población lo habla: son unos 7 millones en 400.000 kilómetros; su PBI es de 42.000 millones –6.000 por cabeza–: está entre los más pobres.

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