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Latinoamérica cambió en los últimos 50 años, tal vez por eso merezca un nombre nuevo, y parece que en su nuevo libro Martín Caparrós descubrió la palabra exacta para agrupar en su diversidad a más de 400 millones de personas que comparten un mismo idioma. Hablemos de ‘Ñamérica’. | Foto: Foto: Diego Pineda

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'Ñamérica' al desnudo, un diálogo con el escritor y periodista Martín Caparrós

Martín Caparrós acaba de publicar ‘Ñamérica’, un libro híbrido de ensayo y crónicas, donde desentraña, sin clichés o romanticismos, qué es hoy Latinoamérica.

1 de noviembre de 2021 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta

El fondo de la pantalla muestra una cama con las mantas revueltas, a un lado un ventanal: abiertas las cortinas. Entra el sol, me parece un lugar cálido. En primer plano está un hombre de 64 años, mostacho cano y alargado a lo Dalí, que me dice: “Esta es una imagen obscena para una entrevista, con esta cama atrás”. De inmediato caigo en cuenta, ese es el mismo escenario que usan las modelos webcam en sus sesiones privadas, así se lo digo, y después de reír, me responde: “Cosas de la virtualidad, no hemos avanzado nada”.

En el segundo, algo incómodo que pasamos, pensé que no era tan descabellada la idea. Según algunos informes, las modelos webcam en Colombia pueden ganar hasta 50 millones de pesos mensuales. Por eso el Ministerio de Hacienda, con su olfato infalible, no dudó en aplicarles impuestos. Aun así, Colombia es el segundo mayor proveedor en el mundo de modelos webcam. De modo que si este hombre maduro, llamado Martín Caparrós, uno de los mejores periodistas y escritores de Latinoamérica, decidió cambiar de profesión a estas alturas, por la crisis y la pandemia y toda esa suma de complicaciones del presente, tal vez —pensé en ese segundo—, debería seguir su ejemplo y abrir una cuenta en OnlyFans.

Nunca se sabe dónde pueda estar Martín Caparrós, desde muy temprano en su carrera periodística lo suyo fueron los viajes a las desconocidas provincias argentinas, a pueblos perdidos en Centro América, a Brasil, India, Rusia, China, y claro a Colombia. Pero por pura casualidad, hoy se encuentra en Bogotá, en el octavo piso de un hotel, donde después de superar nuestra extraña primera impresión y comprobar —para mi tranquilidad—, que efectivamente no ha cambiado de oficio, ahora está dispuesto a conversar sobre su último libro...

Se trata —no podía ser de otra forma, según la naturaleza del tema— de un volumen híbrido entre crónica y ensayo, en el que un periodista autocrítico con su oficio, con un bagaje histórico envidiable, así como un talento excepcional para encontrar la honestidad de sus fuentes, hace un recorrido por algunas de las principales ciudades de Latinoamérica: México DF, La Paz, Bogotá, Caracas, La Habana, Buenos Aires, Managua, y por increíble que parezca Miami —un vórtice cultural que podría ser la ciudad más latinoamericana de todas—. El libro, un gran libro como los mejores de Martín Caparrós, que exceden siempre las 500 páginas, está titulado de forma original: ‘Ñamérica’, un chispazo de genialidad con el que su autor pretende renombrar a esos 19 países tan diferentes, con más de 420 millones de habitantes, unidos por el idioma español.

Dicen los críticos literarios que la tarea de otorgarle nombres nuevos a las cosas, es de los poetas. Y los mismos poetas, así lo expresan: “Voy a cambiar de nombre a algunas cosas./ Mi posición es ésta:/ El poeta no cumple su palabra/ si no cambia los nombres de las cosas”, como escribió Nicanor Parra, mucho antes de morirse a los 104 años. Pero, ¿y si un periodista decidiera cambiar de nombres a las cosas? ¿Y si esa cosa fuera el espacio que habitamos? ¿Estaríamos dispuestos a aceptarlo? La cuestión: reconocerse en ese nombre como en un espejo.

Y así es como un periodista —con mucho de poeta—, define a su mundo: “Quiero decir Ñamérica: la América que habla con esa letra, que con ella se escribe. Por eso quiero ser ñamericano: somos los que tenemos esa letra en nuestras vidas. Ñamericanas, digo, ñamericanos, digo, señoras y señores, niñas, niños: la gente de Ñamérica. Y entonces definirla: llámase, quizá, Ñamérica a un arco de 12.000 kilómetros de largo que se extiende de sur a norte o norte a sur, desde Ushuaia hasta Tijuana y viceversa, con un ancho máximo de 2.000 kilómetros desde Valparaíso en Chile hasta el Chuy en Uruguay, y un mínimo de 60 en Panamá –más algunas islas del Caribe. Así que si Ñamérica existiera –o incluso existiese– tendría 12 millones de kilómetros cuadrados y 420 millones de habitantes: poco más que el cinco por ciento de la población del mundo. Sus 19 países irían desde los 2.780.000 kilómetros de Argentina hasta los 21.000 de El Salvador, desde los 127 millones de personas de México hasta los 3,5 millones de Uruguay”.

De forma original —es necesario repetirlo—, cruzando las fronteras entre periodismo y literatura, Martín Caparrós demuestra en este libro que los periodistas también pueden renombrar un mundo, y como exigió el antipoeta chileno “todo poeta que se estime a sí mismo/ debe tener su propio diccionario”, y en este caso, la palabra fundacional del periodista es ‘Ñamérica’, con la que tiene la ambición de redescubrir nuestro continente desde la perspectiva de la lengua. Aquí cabría una pregunta que no pienso responder: ¿Es Marín Caparrós algo así como un "antiperiodista", es decir, un periodista con un agudo sentido de la ironía?  Dejemos allí, y digamos que siguiendo esa máxima de Emil Cioran, acerca de que “no se habita un país, sino una lengua”, Martín Caparrós parte de un elemento común para describir la diversidad de culturas —y subculturas— que se expresan en esa lengua habitada. No obstante, su propósito no es escribir otro ‘Canto general’, o lanzar otra acusación continental como ‘Las venas abiertas de América Latina’, el suyo es un relato verídico del presente latinoamericano, de su crisis de múltiples identidades, pero cargado de una ironía punzante capaz de desinflar clichés románticos, despejar eufemismos, aterrizar nostalgias indigenistas, destruir sofismas de clase y retóricas nacionalistas, y quizá frustrar algunas campañas turísticas.

“Está claro que somos otros. Es obvio: nunca nadie es como lo ven, nunca nadie es como era. Pero hay grados, y es muy notorio que Ñamérica y sus habitantes hemos cambiado mucho en las últimas décadas, y ya no somos los que éramos: lo que muchos, distraídos, suponen que seguimos siendo. Somos otros”, escribe el autor al principio de su recorrido. Por eso, porque “somos otros”, ‘Ñamérica’ resulta una mirada profunda, crítica y honesta en busca de definir nuestra identidad, una mirada que a cada paso reconoce sus limitaciones, porque el “ser latinoamericano” tal vez solo sea un fantasma o un ideal, en todo caso, una figura inasible —amorfa— que solo puede observarse con toda su carga de barbarie y poesía.

‘Ñamérica’ es el retrato al desnudo de Latinoamérica —diría obsceno—, porque en vez de ocultar o maquillar sus imperfecciones, se esfuerza por entender la violencia —que, comparada con la del viejo mundo, no es de las proporciones consabidas—, la corrupción, sus hipocresías, devociones, pasiones, la vulgaridad, clasismo, racismo, populismo, autenticidad, el plagio, ingenio, los excesos, la explotación, el narcotráfico, su capacidad de resistencia y, ante todo, el mestizaje creador más influyente de la actualidad. Un continente obsceno donde conviven —no siempre voluntariamente—: poetas y narcos, migrantes del pasado y presente, filántropos con millones de seguidores y dictadores salen por las mañanas a trotar, asesinos a sueldo y adoradores de la muerte, mujeres que llegaron al poder y niñas indígenas violadas por yupis capitalinos, clases pobres con refinadas filosofías del futuro y clases vulgarmente ostentosas con discursos vacíos, riqueza natural y concentración de narcóticos, culturas ancestrales y bárbaras, pueblos secuestrados y esclavizados que llegaron a transformar los sonidos y sabores, así comunidades cocaleras invisibilizadas y grupos LGBTIQ+ cuya estética es una fiesta entre la discriminación. También es la historia de millones que no matan, ni fuman, ni soplan, ni trafican, ni cantan o tocan, que no le pegan a la pelota, no hacen parte los pueblos originarios o de las clases privilegiadas, que no fueron de mulas o corruptos, pero que tal vez sí son explotados y desearían huir de la falta de oportunidades y la persecución por cualquier idea que sostengan, las historias de gente común y corriente, ñamericanos y ñamericanas con sus pequeños dramas, que a veces son felices con poco y llegan a viejos sin que nadie los mate.

Mientras se acaricia su mostacho, el autor de los ensayos y reportajes —diría fundamentales— como ‘El Hambre’, ‘Lacrónica’, y las novelas ‘La historia’, ‘Un día en la vida de Dios’ y ‘Sinfín’, entre otros libros, responde aquí, refiriéndose unas veces a Latinoamérica y otras a ´Namérica’, porque finalmente son palabras sinónimas.

—¿Cómo surgió la necesidad de escribir un libro sobre Latinoamérica?

Me sucede con frecuencia que participo en encuentros donde se habla de América Latina, y entonces allí todos damos nuestras definiciones: que siempre son pequeñas explicaciones. Y en algún momento me empezaron a sonar huecas, o anacrónicas, ya superadas por los cambios de las últimas décadas. Recuerdo que fue en San Salvador, cuando yo iba a dar de nuevo una de estas definiciones con lugares comunes y clichés, que me dije: “Che, no puedo más con esto, quiero tratar de entender en serio este lugar, ¿y si mejor me dedico un tiempo a intentarlo?”.

Y cuando volví a casa, empecé a buscar cómo contar y entender qué es ahora América Latina. Pasaron casi tres años desde ese momento a cuando entregué el manuscrito, en mayo de este año.

Cuando pensaba cómo hacerlo me enteré que, en los últimos 50 años, uno de los grandes cambios de la región es que pasamos de ser zonas donde la población era rural a ser unas con la gran mayoría urbana, o sea que hace medio siglo más del 50% de los latinoamericanos vivían en el campo y ahora son más del 80% los que viven en ciudades, lo que quiere decir que hubo una gran migración interna, del campo a las ciudades. Un fenómeno enorme del que no tenemos mucha conciencia y produjo ciudades un poco monstruosas, muy complicadas. Entonces lo primero que podía hacer para empezar e ir siguiendo, era hacer un gran recorrido por esas nuevas grandes ciudades de la región. Así fui encontrando los temas que necesitaba para tratar de entender a América Latina.

—¿Cómo descubrió la palabra ‘Ñamérica’ con la que tituló su libro?

La verdad es que desde un principio decidí concentrarme en los 19 países que hablan castellano, lo cual significaba dejar fuera a Brasil, que es un país con una historia y unas dimensiones completamente distintas. Porque estos países que hablan español son un fenómeno único, no hay otra región planetaria que tenga a todas estas naciones unidas por un idioma y una cultura más o menos común. Pero se me presentó el problema de que eso, de lo que quería hablar, no tienen nombre. Bueno, sí hay un nombre que es Hispanoamérica, pero esa es una palabra que nadie dice gratis, solo si te pagan, como cuando el locutor dice al aire: “somos hispanoamericanos”, pero no convence. Por lo que seguí con el problema, ¿cómo llamo a mi objeto de trabajo? Y fue cuando se me ocurrió: si lo que nos define es el castellano y este idioma tiene como estandarte la ñ, entonces ¿qué pasaría si cruzara América con la Ñ? Y salió ‘Añérica’, que fue peor, pero como por un error puse la letra más adelante y salió ‘Ñamérica’ que fue menos peor y ahí quedó.

—Aquí en Colombia podría asociarse también con la palabra ñero...

Sí, la conozco, pero no me había percatado del parecido. Me habían hablado es del ñame, pero no de ñero.

—El libro no solo es crítico con la cultura y la historia de estos países, sino con el oficio mismo del periodismo, ¿cuál sería un pecado capital del periodismo al contar Latinoamérica?

Hay muchos aspectos del oficio que considerar, pero uno de los primeros que señalo es el tema de nuestra obsesión por la violencia. Está claro que el mundo identifica mucho a ‘Ñamérica’ con la violencia, por supuesto, no es del todo errado y tendríamos mucho que discutir para precisarlo. Eso tiene que ver en parte con Netflix y sus series de narcos, chapos y otras cosas por el estilo, pero también con el trabajo que hacemos muchos periodistas que, de algún modo, nos dejamos cautivar por el drama y por cierto espíritu aventurero inherente a la violencia, y la contamos desproporcionadamente. No exagero, me ha pasado que siendo jurado de algunos premios de periodismo, de 10 crónicas que se presentaban 9 eran sobre hechos violentos.

Y sin embargo, no es esa la proporción de la presencia de la violencia en nuestras vidas, si hago una cuenta tonta, sabiendo que la violencia se mide según la tasa de homicidios por cada 100 mil personas al año, y la tasa de homicidios anuales en Colombia es de 25 por cada 100 mil personas, es muy alto comparado con Argentina y Chile, donde de 6, por lo que vale la pena contarlo. Pero, aun así, esto quiere decir que cuando muere violentamente toda esta gente, quedan 99.975 personas que cada año siguen vivas. Con ellas fallamos al no contar sus vidas, por eso a mí me gusta cada vez más el periodismo que consigue contar lo ordinario como algo importan y valioso, en el sentido de transmitir cómo vivimos todos, no los famosos o los violentos, sino tú, yo, toda la gente, que somos parte significativa de esa realidad que intento mostrar en ‘Ñamérica’. Creo que el periodismo en general debería tratar de aproximarse a otros aspectos de la vida de esas 420 millones de personas, desde luego que es algo mucho más complicado, ese es el reto. Siempre es más fácil contar el drama de la violencia con sus claroscuros y lugares comunes, aunque sea necesario, pero cuando se vuelve lo único, deforma la realidad.

—En algún momento bromea diciendo sobre el periodismo como una profesión que nos vuelve insensibles…

Solo era una forma de burlarme de algunos. Es que hay tantos en el periodismo que quieren mostrarse como que está muy curtidos, que conocen tantas cosas y nada les afecta. Pero cuando ya nada te afecta mejor dedícate a otra cosa, a vender pinturas o comerciar. Creo que para ser periodista es importante que las cosas te afecten, es la única manera de verlas en serio.

—‘Ñamérica’ podría considerarse como una revisión, así como una actualización, de ‘Las venas abiertas de América Latina’, ¿cómo la obra de Eduardo Galeano fue un referente y a la vez objeto crítica?

Debió haber sido en el año 71 o 72 cuando leí ‘Las venas abiertas de América Latina’, fue muy poco después de su publicación. Entonces tendría 14 o 15 años, y era un joven militante de izquierda bastante comprometido con la causa antiimperialista, y por supuesto encontré en ese libro más razones para justificarme, creo que esa era la meta de Eduardo Galeano, escribir un memorial de agravios que generara unas reacciones en los jóvenes de Latinoamérica, tratando de buscar algún tipo de cambio a las circunstancias del continente. En ese sentido, el libro fue de una eficacia extraordinaria, porque está muy bien escrito. Ahora, lo que le reprocho es la idea un poco nacionalista de que los malos son siempre los de afuera, sabemos que hay malos de adentro también, y en general cuando solo te dicen quiénes son los de afuera es para ocultar a los propios que tenemos en casa. Ese es el viejo truco del nacionalismo. Pero, sobre todo, lo que critico es que cuenta un continente que ya no es así, para un público que tampoco es igual al de esa época. Yo no soy igual. Entonces, con todos los méritos que tiene, creí que valía la pena tratar de contar el continente como es ahora y contárselo a una sociedad diferente.

—¿Conoció a Eduardo Galeano?

Él era como una estrella de rock. Recuerdo que yo tenía como 21 años y vivía en París, porque en el 76 me había tenido que ir de la Argentina, precisamente por la circunstancia que mencioné antes. Es largo, pero lo acorto así: por esos días quería ir a un congreso de Borges que se iba a realizar en un castillo de Normandía, eran como 8 días allí, con gente muy interesante. Quería ir pero no tenía para pagarlo, entonces como conocía al organizador, con el que yo había hecho algunos trabajos, le comenté que no tenía plata, y él, que en ese momento también manejada una revista francesa muy prestigiosa llamada El Magazine Literario, me propuso que entrevistara a Eduardo Galeano para una edición de esa revista dedicada a América Latina, y que en vez de pagarme la colaboración, me pagaría el congreso de Borges. Acepté encantado, ganaba por todo lado.

Yo sabía que Galeano vivía en un pueblo cerca de Barcelona, así que me conseguí su número de teléfono, lo llamé desde una cabina pública —costaba una fortuna esos días—, me contestó, me presenté de parte de la revista, y me dijo que sí, estaba encantado: “y vas a venir de París especialmente a entrevistarme”, sugirió. Desde luego, dije que iría solo por él, pero en realidad me quedaba de paso, porque iba a ver una novia. Total que fui, me tomé un trencito de Barcelona al pueblo, que está al lado de la costa, él me fue a buscar a la estación y me llevó a su apartamento, que era muy modesto, porque había tenido que exiliarse años antes. Al cabo de un rato, finalmente nos sentamos a hacer la entrevista, y como él ya era un periodista con mucha experiencia, tendría 40 años, empezó a decirme las preguntas que yo debería hacerle, y luego las respondía. “Si me preguntás esto, te digo que yo tal y tal”, y así siguió, mientras yo estaba ahí sentado y en silencio. Terminé escribiendo una entrevista en la que no dije una palabra. Él se hizo su propia entrevista, y bueno a mí me dio igual, la presenté y me pagaron el congreso de Borges. Después no lo vi más, teníamos un amigo en común y siempre nos enviábamos saludos. Era un hombre muy agradable, pero no lo conocí demasiado.

—Dedica todo un capítulo a las diferentes olas de migración que poblaron Latinoamérica desde hace 30.000 años, mucho antes de la llegada de los españoles, allí aprovecha para cuestionar la idealización un poco hippie que existe sobre las culturas precolombinas…

Siempre me irritan un poco las idealizaciones y las falsificaciones históricas, y esto claramente es una falsificación. Pretender que había una especie de edad de oro, un lugar paradisiaco al que después llegaron los españoles y arruinaron, es otra vez una manipulación destinada a decir los malos son los de afuera. Y, en este caso, es particularmente insostenible, porque los Aztecas o los Mayas, los grandes estados precolombinos eran de una crueldad extraordinaria, y solo por esa capacidad de violencia se explica que una banda de desarrapados andaluces haya conseguido acabarlos, dado que a su llegada se encontraron con el apoyo de miles y miles de indígenas locales que no sabían cómo hacer para sacarse de encima los tiranos originarios que hace rato los gobernaban. Pensaron que podría haber una posibilidad de liberarse ayudando a los españoles, después se dieron cuenta del inmenso error cometido, pero si estos miles de indígenas no vivieran ya aterrorizados por el poder Azteca o el Inca, los españoles no habrían logrado triunfar nunca. Si todos los indígenas se les hubieran opuesto a los conquistadores, seguramente los matan a todos y este continente sería todo europeo. Por eso, que se produzca esa imagen de la América Precolombina como una maravilla original es una falsificación extraordinaria, lo cual no quiere decir, por supuesto, que los españoles no hayan hecho desastres espantosos. Es decir, ellos fueron los causantes de que la población indígena se redujera en un 80% en menos de un siglo desde su llegada, es un gran genocidio, en alguna medida involuntario porque trajeron enfermedades y los pueblos aborígenes no tenían anticuerpos, claro eso, sumado a lo que sabemos de masacres y explotación.

Pienso que saber la verdad sobre los pueblos precolombinos no disculpa en absoluto la crueldad de la Conquista, no hay necesidad de inventar una historia falsa, a mí me sorprende como hoy se sigue sosteniendo esa idealización, y esto se evidencia en que mucha gente hoy aboga constantemente por el cambio, y tienen razón hay muchas cosas por cambiar, pero cuando se trata de los supuestos pueblos originarios, lo que quieren es que ellos no cambien para nada, que sigan viviendo iguales a sus tatarabuelas, sus ancestros, cuando en realidad los indígenas de hoy viven completamente distinto, en ese pasado idílico no podían votar, o las mujeres no tendrían derechos, entonces pedir que ellos vivan en ese pasado es tan absurdo como desear que nosotros volvamos a cuando no teníamos los derechos civiles o libertad de culto, o cosas por el estilo, solo para mantener la originalidad. Me parece que no confiamos lo suficiente en la capacidad de evolucionar que tienen los pueblos indígenas, se quiere mantenerlos como en una especie de estado primitivo, con lo que no estoy de acuerdo.

—¿Cuáles fueron los principales clichés de Latinoamérica que buscó desvirtuar con su libro?

Varios. Dos que me parecen significativos son el tema de la desigualdad y la violencia. En el caso de la violencia —quisiera ampliar un poco aquí—, es uno de los grandes lugares comunes que existen ahora sobre nuestra región. Pero cuando me puse a indagar, lo primero que me encontré es la cifra de cuántas víctimas de la violencia hubo en el siglo XX en los continentes, y entonces en Europa por las guerras, el holocausto y todo esto, hubo 80 millones de víctimas de la violencia, en Asia con las hambrunas y guerras fueron alrededor de 100 millones de víctimas, en África con las guerra de independencia entre 15 y 20 millones, y en América Latina las víctimas de la violencia fueron menos de 2 millones, y eso porque en la Revolución Mexicana hubo muchos muertos. O sea, es muchísimo, pero es infinitamente menos que en cualquier otra región del mundo, entonces ¿no que éramos los más violentos? Resultó otra cosa, fuera del lugar común.

También me llamó la atención que esas víctimas del siglo XX, en gran medida habían sido víctimas de la violencia pública, de estados que pelean entre ellos en las guerras o estados que reprimen a sus ciudadanos en dictaduras. Y que esa violencia, mayormente pública, lo fue hasta los años 80 y 90, cuando se empezó a privatizar, como todo en esa época, y ahora —dicho en Cali, resulta particularmente cercano— lo que pasó fue que una serie de empresarios necesitaban financiar la violencia para continuar con sus negocios, ¿qué clase de negocios? El clásico de los ricos ñamericanos, extraer una materia prima, transformarla muy poco y exportarla. La exportación es lo que venimos haciendo en ‘Ñamérica’ desde el año 1500. Entonces, estos empresarios de hoy decidieron hacer lo mismo, obviamente con la coca, y para ello necesitaban cierto poder de fuego porque es un negocio, digamos complicado, y con mucha competencia. Así armaron planteles de gente que trabajara para ellos, y a ningún patrón le gusta dejar a su empleados sin nada que hacer, de manera que se inventaron secuestros por aquí y extorsiones por allá, o prestaron servicios de protección y asesinato selectivos, y de esta forma se creó una espiral de muerte que se ha ido esparciendo por Latinoamérica, en países como Colombia, México y de Centro América. En ese momento esos países comenzaron a tener tasas de violencia superiores a la mayor parte del mundo, pero aun así, esos son cuatro o cinco países del continente, después hay otros 15 donde la tasa de violencia es parecida a la media mundial. O sea que, si bien es cierto hay unos países con formas de violencia privatizada usada para generar rendimiento empresarial, también es cierto que los otros dos tercios de la región no son especialmente violentos, por lo que todo este tema tenemos que matizarlo. Analizar el fenómeno de la violencia prueba que detrás de un lugar común siempre hay una parte de falsedad y una gran verdad oculta, algo que vale la pena desarticular.


—Entre las ciudades latinoamericanas que retrata en su libro, ¿por qué incluyó a Miami?

He pasado muchas veces por allí y siempre me pareció interesante porque se presenta un fenómeno muy curioso, definido por un expresidente ecuatoriano cuando dijo que “Miami era la capital de América Latina”. Y en algún momento llegué a pensar que había un problema de género, que no era “la capital”, sino “el capital”, porque es adonde se fugan muchos millones de latinoamericanos que los han conseguido de formas dudosas en nuestra región. Pero, al mismo tiempo, hacia allí va mucha gente buscando trabajo, así que hay dos vertientes ‘ñamericanas’ que confluyen en Miami, el capital mal habido y el trabajo esperanzado. Y todo eso forma un magma que no se da en ninguno de nuestros países, tal vez porque en cada uno hay una población nacional que se cree dueña, como que tú eres colombiano y yo argentino, mientras que en Miami todos somos latinos y nos mezclamos de otra manera, formando una amalgama cultural que curiosamente no se genera en los territorios propiamente latinos, por lo que esta ciudad termina siendo más ‘ñamericana’ que cualquier otra.

—¿Qué opina de la corrección política en el periodismo?

Es una manera de no poner en duda los hechos, de adaptarse a una cantidad de reglas previas que te enmarcan aquello que puedes decir, aquello que no puedes decir, so pretexto de no herir a ciertos sectores que, en realidad, no se hieren tan fácil. Hay como una idea muy despreciativa en esto de cuidar ofender a alguien, porque son muy pobrecitos y no podemos decir las cosas por su nombre, tal vez se pueden enojar. Pero yo soy de los que prefiere llamar a las cosas por su nombre, por eso estas historias de ‘Ñamérica’, que salieron primero en El País de España, se llamaron Crónicas Sudacas, una palabra que los mismos españoles usaban de forma ofensiva para referirse a nosotros, y para mí la mejor manera de desactivar una ofensa no es prohibir que la digan y ofenderse porque te la dicen, sino usarla, apropiarse de ella y darle giros nuevos, volverla una palabra más del idioma, como tantas otras.

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