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Paisaje crepuscular en Punta Gallinas (La Guajira). | Foto: Foto: Jorge Orozco / Gaceta

Lea 'El solar de la noche' y otros poemas de Orietta Lozano

Algunos poemas escogidos de la poeta caleña Orietta Lozano, pertenecientes a su libro de poesía reunida ‘La herida de los siglos’.

11 de agosto de 2020 Por:  Redacción de Gaceta

La poeta caleña Orietta Lozano (1956) es una de las más importantes exponentes de la poesía moderna en Colombia, con una obra que rompió los convencionalismos poéticos y se arriesgó a expresar los límites de la razón humana. Sus poemas son visiones oníricas donde amor y miedo se confunden, donde conviven ángeles y demonios que buscan desesperadamente un gesto de ternura que los redima.

Ganadora en 1986 del Premio Nacional de Poesía ‘Eduardo Cote Lamus’ por su libro ‘El vampiro esperado’ y del Premio al Mejor Verso Erótico en 1993, su más reciente libro es ‘La herida de los siglos’ (2018), donde Orietta Lozano reúne toda su obra poética a la fecha. De esta obra compartimos con los lectores de Gaceta una selección de sus poemas.

Boda blanca

En mí laten el aliento del espejo,
el poeta que cava su agujero
y el flujo iluminado
que derrama
la herida de los siglos.
La belleza es un lirio,
Dios, una niña enferma,
el amor, el resplandor de una fisura.

Cántaro y corona

A Caravaggio

Mi rostro decapitado,
quebrantado, oscuro,
alfiler clavado en la
ceniza de la piedra,
sostenido por la triste mano
de un sombrío ángel,
desciende acongojado,
paso a paso,
la estación
de la luz y la tiniebla.
la ventana, testigo del silencio,
miran las manos
ensangrentadas
en el banquete tenebroso.
Gélida antorcha
que oscurece, no te alumbra.
Mi rostro oblicuo, errante,
como un regalo
devorado por el barro
y la biliosa huella,
desciende paso a paso,
cada cántaro,
cada flor de la piedad,
la escalera enmudecida
de la larga noche.
Canto de la grieta,
que te aparta, no te acerca.
Mi rostro en vigilia, insaciable,
como un reloj en la noche,
escribe infinitas veces
la memoria
de la azulada turbiedad.
Es la espuma, es el murmullo
del animal muerto, vuelto amargo.
Es la angustia sin párpados,
sin lágrimas...
es el crimen ciego
que dicta su sentencia.

El ángel de fuego

Yo, el ángel exterminador,
tengo sueño.
Déjame dormir sobre los mares profundos
del decreto extraño de los peces
sobre el fulgor de los acantilados
sobre la huerta del ciprés
sobre la flor blanca de la sal.
Salven al hombre
la tierra sembrada de heliotropos
la escarcha alucinante del jardín
el legado del día primero
insuflando cuerpo a la palabra,
la migaja blanca de la harina.
Ha llegado la cofradía del agua
que lava los pies de la tierra.
Yo el mundo,
el de la perenne cicatriz,
inclino mi rostro hacia el silencio
de las grandes tinieblas de los tiempos,
hacia el esplendor de las aguas.
Salve la grieta olvidada,
donde resurge un jardín que redime.
Aquí una sola raza delira, una sola torre se yergue.

Interior

Georg Trakl,
tu hermana llora
mientras recorre los dorados bosques
y su sombra se ahoga
en la orilla de los ríos.
El rojo crepúsculo ilumina una alondra
que vaga indefinidamente,
y en la noche como un acto luminoso
y necesario
se enciende una luciérnaga.
El cuerpo se alza liviano
ningún sentimiento lo detiene,
y en un cuarto con olor a Dios y anfetamina
un muchacho sostiene
en su espalda el universo
y muy despacio cierra la ventana.
El viento configura mitos
y la felicidad se acuesta moribunda.
Nadie parpadea,
como si fuera tan fácil escaparse.

Azul casi púrpura

Es la más luminosa forma de la gracia,
penetra la redondez vacía de la nada,
la grácil curva de la piedra,
la hondura feroz de la caverna.
Cubierta con su túnica
larga y extraviada.
Esta vez irá
por los confines
donde no se nombra a Dios.
El azahar de un día luminoso
la ha despertado
bajo el influjo del olvido.
Agua densa de la ira,
irisada agua del deseo,
yerta agua de la luna muerta,
agua circular y vaporosa del pantano
que se fuga y se borra
entre el presagio de un cuchillo;
agua oscura casi blanca
que espera entre las manos,
agua del temor que se esconde
y precipita,
agua de la oblicua culpa,
de la memoria de la espina,
agua sorda sobre el rostro
del silencio,
agua ciega sobre la escritura
del espejo;
agua que lava las heridas,
que repara,
que abraza y configura
la forma de los cuerpos,
el peso de la muerte.

Estrellas en la niebla

Me vestí con el mismo traje de tu muerte,
y tal vez más desquiciada,
queriendo hallar doble recuerdo,
tomé la mano de mi hija
y la ovillé como si fuera un hongo
o una hoja de papel, en la que no alcancé a escribir;
me hundí con ella,
en el leve vapor del horno
que me legaras en la mañana de un invierno.
Cerramos los ojos, y el mundo siguió hurgando,
buscando gusanos de zafiro.
Del cuervo y la multitud te salvo,
Sylvia Plath,
sé que quieres escapar de las promesas,
encontrar tu agua oscura
y venir a mi legítimo silencio.
Yo, Assia Wevill,
esta mañana, he cambiado
la abyecta hora del reloj,
ahora estoy subiendo las escaleras de tu aldea,
¡vamos, Sylvia,
dispárame!
hallarás tus ovejas en la niebla.

El solar de la noche

La noche herida como una flor de hielo que se rompe,
noche que alcanza los brazos de Dios
y hasta parece que las piedras sangran.
La noche huérfana que juega como una niña con sus lamparitas
a alumbrar las tinieblas de las calles,
solitaria juega implorando una dulce compañía.
La noche titubeante que regresa al jardín de los cerezos,
se vuelve aguja para entrar al hilo de los sueños
y tiene olor a sangre de manzana.
La noche penitente que se encierra en el ático y se hace antigua
tanteando el ángel olvidado.
La noche desollada que cae al vacío como una piedra desamparada
y cuando se hace humana marca las puertas con los nombres olvidados,
retira su máscara y su rostro viejo tiembla.
La noche temblorosa con sus deditos congelados
tirita sobre un frío abrigo en la espalda del dolor.

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