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En conmemoración del Día Internacional de la Mujer compartimos este relato de Daniele Aristarco incluido en su libro ‘Ellos dijeron No. Historias heroicas de desobediencia’, donde retrata la valiente batalla de algunas mujeres inglesas, entre ellas Emmeline Goulden Pankhurst, para superar la discriminación de género y obtener su derecho al voto a principios del siglo XX. | Foto: Imagen libre tomada de Wikipedia

HISTORIA

La historia de las sufragistas inglesas, contada por el escritor italiano Daniele Aristarco

En conmemoración del Día Internacional de la Mujer compartimos este relato de Daniele Aristarco incluido en su libro ‘Ellos dijeron No. Historias heroicas de desobediencia’, donde retrata la valiente batalla de algunas mujeres inglesas, entre ellas Emmeline Goulden Pankhurst, para superar la discriminación de género y obtener su derecho al voto a principios del siglo XX.

15 de marzo de 2022 Por: &nbsp;Daniele Aristarco, especial para Gaceta<br>

Hasta ese día, Emmeline Goulden Pankhurst se consideraba una niña afortunada.

Su padre, Robert, era un hombre de gran cultura, famoso en Mánchester por sus ideas modernas. Su madre, Sophia Crane, recaudaba fondos para aliviar la pobreza de los esclavos que habían sido liberados poco tiempo atrás en Estados Unidos. La misma Emmeline, todavía niña, vendió paquetes cerrados que tenían misteriosos regalos. Acababa de aprender a leer y, de inmediato, se apasionó por las aventuras narradas en los periódicos que, todas las noches, le leía en voz alta a su padre. En términos generales, alimentaba un gran amor por el conocimiento. Cada vez que se sumergía en un libro, sentía como si escrutara el cielo y viera girar, bajo su propia mirada, un nuevo planeta. Su infancia fue una época de juegos, descubrimientos y sueños.

Sí, definitivamente era una niña afortunada, pues podía permitirse fantasear con su futuro.

De hecho, a finales del siglo XIX, a las mujeres inglesas no se les permitía tener muchos sueños. Ni siquiera derechos.

Podían casarse, eso sí, tener hijos, atender la casa y prodigarle felicidad al esposo. Podían trabajar, pero su pago era más bajo que el de los hombres, así con frecuencia sus horarios y tareas fueran más duros. No podían desempeñar cargos públicos, no podían ser juezas, diputadas, abogadas. Ni siquiera profesoras. Porque se consideraba que las mujeres eran inferiores a los hombres. Menos fuertes, menos inteligentes, menos capaces. ¡Con excepción de la reina, naturalmente!

Incluso hubo científicos que aseguraban haber demostrado “la inferioridad intelectual de la mujer”. La prueba consistía en lo siguiente: habían puesto dos cerebros, uno de un varón y otro de una mujer, en dos platillos de una balanza. El cerebro masculino pesaba más, así que, en consecuencia, según ellos, tal cerebro era superior.

A pesar de las ideas de avanzada de los padres, Emmeline no tuvo otra opción que estudiar en la escuela de su época, organizada según los principios vigentes. De hecho, en esos tiempos había escuelas masculinas y femeninas. Pero mientras las masculinas les enseñaban a los estudiantes a mirar más allá en el cielo del conocimiento, las escuelas femeninas enseñaban exclusivamente cómo mantener la casa hermosa. Emmeline se devanaba los sesos: no lograba entender por qué ella tenía que aplicarse a ese trabajo tan limitante. ¡Y por qué no eran los hombres quienes debían tener la casa hermosa!

Pero su familia era distinta. Un día, su madre la llevó a una reunión secreta a la que solo podían ir mujeres: era una reunión de sufragistas, como les decían a las defensoras del derecho al voto femenino. Desde 1897, ellas luchaban para que les permitieran votar. Y ellas le enseñaron a Emmeline que la unión hace la fuerza; que si una sola y débil voz se une a otras, puede volverse poderosísima. Al final de la reunión, Emmeline era ya una sufragista.

Pero una noche, mientras estaba acostada y no lograba dormirse, escuchó los pasos de sus padres, que se dirigían hacia su cuarto para darle el beso de las buenas noches. Quizá por temor a que se dieran cuenta de que todavía estaba despierta, Emmeline fingió estar dormida. Sintió la barba del padre que le picaba la mejilla, luego los labios amorosos de la madre. Antes de que se fueran, el padre la miró de nuevo y dijo:

—Qué lástima que no sea un niño.

“¡No quiero ser un niño, soy una niña y quiero los mismos derechos de los hombres! ¡Y quiero votar! ¡Quiero escoger quién me gobierne! ¡Quiero decidir quién escribe las leyes; es más, quiero poder ser elegida, para ser yo misma quien escriba las leyes!”.

Esto habría querido decir Emmeline. Pero permaneció en silencio y fingió estar dormida. ¿También su padre, el hombre más justo y noble de la Tierra, consideraba que las mujeres eran inferiores a los hombres? ¿O quizá sentía piedad por el destino que le esperaba a la hija? ¿También él pensaba que esas injusticias eran algo natural, que no podían abolirse? Esa noche Emmeline tomó una decisión. Ese no que se le había quedado atascado en la garganta ahora lo gritaría fuerte y claro, ¡para toda la vida!

Emmeline creció rápidamente, estudió bastante, incluso en el exterior, y se puso al frente del movimiento de las sufragistas. Se casó, tuvo hijas y también ellas fueron sufragistas.

Lideró huelgas y manifestaciones de protesta. Pero todavía eran los hombres quienes tomaban las decisiones importantes, y no tenían la menor intención de dejarles a las mujeres las riendas del poder ni compartirlo con ellas. La policía las golpeó, arrestó, humilló y ofendió, pero ellas nunca se rindieron y permanecieron unidas. Pero no lograron ningún resultado.

A Emmeline también la arrestaron, y junto con otras detenidas protestó incluso estando en la cárcel, con huelga de hambre. Ya estaba claro para ella: la mitad de la humanidad le declaró la guerra a la otra mitad. Cuando la liberaron, Emmeline decidió pasar a los métodos más violentos. Bajo sus instrucciones, las sufragistas empezaron a romper vitrinas, a sabotear los cables de comunicación y llegaron incluso a hacer explotar bombas en iglesias y casas abandonadas.

Hubo una mujer que, para llamar la atención de Jorge V, quien estaba en las graderías de un hipódromo, se lanzó en medio de la pista de carreras de los caballos, mientras gritaba: “¡Voto para las mujeres!”. Ella se llamaba Emily Davison y murió en esa ocasión atropellada por un caballo. Ni siquiera ese episodio hizo cambiar de opinión al rey; más bien al contrario, ese día su majestad se quejó por el molesto incidente que había interrumpido su pasatiempo favorito.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Emmeline se encontró exactamente en la situación de tener que pronunciar el “no” más difícil de toda su vida. Tuvo que decirles no a las sufragistas. Ahora que los hombres estaban ocupados en la guerra, las protestas debían suspenderse. Pero no se trataba de una capitulación.

En ese momento tan trágico, las mujeres, que se quedaron en el país, tenían que conducir los camiones y los vehículos de servicio público, y también eran ellas quienes cultivaban los campos y mantendrían abiertos los negocios. Ellas solas harían las veces de padre y madre para sus hijos. Ellas solas tendrían en pie a una nación entera. ¿Cómo podrían olvidar esto los hombres cuando retornaran de la guerra? ¿De nuevo pesarían los cerebros para compararlos?

Emmeline tenía razón. El 6 de febrero de 1918 se aprobó la Ley de Representación del Pueblo, que establecía que las mujeres que hubieran cumplido treinta años tenían derecho al voto. Las francesas obtuvieron ese derecho en 1946; las italianas, en 1947, y las mujeres de Arabia Saudita, solo en 2015.

Al final de su vida, Emmeline Goulden Pankhurst sabía que no se había equivocado. Había sido una niña afortunada. Era una mujer afortunada, porque, como le encantaba aclarar, “afortunados son aquellos hombres y mujeres que nacen en una época en la cual sucede una gran lucha por la libertad humana”.

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