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Una serie de divertidas historias que tienen como punto de encuentro y salida el Megacentro Babilonia, un centro comercial cuyos trabajadores y visitantes tienen una imaginación desbordante. Así es el nuevo libro de cuentos ‘Hotel en Shangri-La’ del escritor colombiano Octavio Escobar Giraldo. Compartimos uno de estos cuentos con los lectores de Gaceta. | Foto: Foto: Juan Páez

CUENTOS

'El diámetro de la cúpula de la Capilla Sixtina', un cuento de Octavio Escobar Giraldo

Una serie de divertidas historias que tienen como punto de encuentro el Megacentro Babilonia, un centro comercial cuyos trabajadores y visitantes tienen una imaginación desbordante. Así es el nuevo libro de cuentos ‘Hotel en Shangri-La’ del escritor colombiano Octavio Escobar Giraldo.

5 de octubre de 2021 Por:  Octavio Escobar Giraldo, especial para Gaceta

—He cometido un error. Hernán Espejo no detectó ningún problema en la pantalla y volvió a su posición de vigilancia.
—¿Y desde cuándo admites tus errores?
Samuel Tobón reacomodó sus lentes:
—No lo estoy diciendo para que te burles de mí.
—Pero puedo hacerlo, ¿o no?
—Te digo que cometí un error —insistió.
—Todo el mundo comete errores.
—Ese no es el punto.
—¿Y cuál es el punto?
—Yo trabajo con lo que sé; no puedo fallar.
—¿Y cuál fue el error? —La mirada de Espejo iba de un lado a otro de Camelot Conexion, el café internet que administraba. Las luces indirectas y los enormes afiches que reproducían ilustraciones de libros de Julio Verne eran idea suya. Los propietarios impusieron las mesas largas, él prefería cubículos individuales. Aunque la arquitecta protestara, terminaría adaptando algún sistema de división.
—Le di a un cliente un dato equivocado.
—¿Algo muy grave?
—No sé qué tan grave sea para él —admitió
Tobón.
—¿Qué dato?
—Me preguntó dónde queda Shangri-La.
—¿Shangri-La? ¿No es un bar en el centro?
—No, no es un bar en el centro. O puede que sí, pero él no me preguntaba por el bar en el centro —respiró profundamente, llenándose de paciencia.
—Bueno: ¿qué es Shangri-La? —Las mejillas rubicundas de Hernán Espejo apenas limitaron una gran sonrisa.
—Es un lugar imaginario; está en una novela de James Hinton que se llama Lost Horizon.
—¿Y qué tiene de especial?
—Es un paraíso, un lugar lleno de amor, paz y salud en medio de las montañas de El Tíbet. Frank Capra hizo una película en 1937: Ronald Colman, Jane Wyatt, John Howard, Edward Everett Horton…
—Leyó en la pantalla.
—¿Para eso viniste? Mira la cantidad de gente que está esperando. Pierdo dinero contigo aquí.
—¿Solo piensas en el dinero?
—¿Y en qué quieres que piense? Tengo exesposa, mujer, hijos, préstamos, un negocio que si no funciona rápido se quiebra.
—Se tomó un instante para señalar a un usuario en dificultades. Su ayudante corrió al auxilio—. Yo no tengo unos padres dispuestos a sostenerme toda la vida y a vivir en medio de una biblioteca, como los tuyos.
—Si quieres te pago —respondió Tobón con frialdad.
—No seas idiota. ¿Qué le dijiste a tu cliente?
—Que Shangri-La aparece en los libros de Marco Polo.
—Es una buena explicación.
—Pero no es la verdadera.
—No creo que a tu cliente le interese la verdad tanto como a ti.
—Ese no es el punto.
—Y entonces, ¿cuál es el punto?
—Estoy fallando, estoy perdiendo capacidades, mi cerebro ya no funciona como antes. Olvido.
Envejezco.

—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos.
—Es una idiotez lo que estás diciendo.
—Mi memoria se está debilitando —declaró con la mayor seriedad, incluso con cierto patetismo.
—Veamos: ¿qué equipo ganó el mundial de fútbol de 1978?
—¿Qué quieres hacer?
—Una prueba, nada más. Contesta.
—Argentina —resopló.
—¿Marcador?
—Tres a uno.
—¿El otro equipo?
—Holanda.
—¿Quién metió el gol de Holanda?
—Naninga —respondió con la determinación de un perro de caza.
—¿Lo ves? No tienes ningún problema.
—Eso no prueba nada. —Reacomodó sus gafas con gesto de cansancio.
—¿Porque es de fútbol? Muy bien: ¿cómo se llamaba el avión desde el que arrojaron la bomba atómica sobre Hiroshima?
—Eso lo sabe todo el mundo.
Espejo lo miró sin parpadear.
—El Enola Gay, era el nombre de la esposa del
piloto —explicó Tobón, resignado.
—Lo que yo sigo sin entender es por qué no participas en ¿Quién quiere ser millonario?
—Porque no me voy a pasar la vida llamando a un teléfono para nunca salir seleccionado.
—Esos millones nos caerían muy bien.
—Ese no es el punto: me equivoqué con un cliente. Estoy muy preocupado.
—Muy bien: ¿por qué no lo buscas?
—¿En este maremágnum?
—Es posible que lo encuentres.
—Es posible —reflexionó Tobón—. Estaba enyesado.
—¿Qué tenía enyesado?
—Una pierna.
—Ve arriba y búscalo en el circuito cerrado.
—No lo voy a encontrar: las cámaras no enfocan los pies de la gente.
—Tienes razón. ¿Compró algo?
—Sí. El disco de Sergeant Pepper.
—¿Los Beatles?
—Sí, claro; a nadie se le ocurre comprar la versión de los Bee Gees.
—¿Hay una versión de los Bee Gees?
—Sí. La hicieron después de Saturday night fever, en el 78 o el 79, con Peter Frampton. Todos cantaban y bailaban.
—¿Era una película?
—Sí.
—¿Y en el Sargento Pepper sale Shangri-La?
—No, en el Sargento Pepper no, en el disco de Sabina y Páez.
—¿Fito?
—Sí, Fito.
—¿Fito se llama Fito?
—Claro que no. Se llama Rodolfo. Rodol-fito.
—¿Y cuál es el diámetro de la cúpula de la Capilla Sixtina? Samuel Tobón se permitió sonreír. En un concurso intercolegiado de cultura general habían preguntado eso y gracias a él su equipo dio la respuesta correcta.
—Muy bien. Ya que estamos más relajados, busquemos una solución… Si el tipo está enyesado y tiene esos gustos, estará por ahí, en una de las librerías, tomándose un café, mirando qué hay en los cinemas —afirmó Espejo, y le autorizó veinte minutos de descanso a su ayudante, un muchacho delgado, víctima del acné.
—No. Hace media hora se ganó uno de los premios mayores por la inauguración.
—Entonces está arriba, en la Administración.
—Ya se fue. Llamé a la sala de control antes de venir.
—Y ¿qué se ganó?
—Un viaje.
—¿Adónde?
—Adonde quiera.
—Si seguimos así —Espejo meneó la cabeza—, este centro comercial no va a sobrevivir ni una semana.
—No exageres.
—¿Y el exagerado soy yo? Bueno, igual, volvamos a tu cliente. Búscalo en el bar del portal sur, debe estar festejando.
—Ni creas que voy a ir por ahí corriendo como un loco.
—¿Y te parece mejor enloquecerme a mí? Se miraron y rieron.
—¿Te pagó con tarjeta de crédito?
—Sí.
—Veo que sí te está afectando la demencia senil. Ahí tienes su número. Llámalo. —Señaló Espejo el teléfono que brillaba al lado de la registradora—. Dile la verdad y déjame trabajar. Tobón dudó unos instantes. Tenía el comprobante de venta en el bolsillo. Lo sacó y lo sostuvo con algo parecido a la reverencia. Instantes después resolvió marcar. Un hombre le respondió.
—El señor Sebastián Álvarez, por favor.
—No se encuentra en este momento —respondió; era una voz cansada, endurecida.
—¿Sabe a qué horas puedo encontrarlo?
—No, no lo sé. Está con mi hija. ¿No tiene el número de su celular?
—No, caballero, no lo tengo, ¿puede dármelo?
—No lo sé. Tengo el de mi hija, espere.
—Asentó el auricular sobre algo y tras unos segundos lo recobró—. Pero… ¿quién es usted? Samuel Tobón necesitaba disipar los recelos de su interlocutor.
—Le vendí algo al señor Álvarez y cometí un error.
La desconfianza emergió al otro lado de la línea.
—… ¿Quién es usted?
—Soy empleado en un almacén de música y aparatos electrónicos.
—¿Y qué le compró mi yerno?
—Un disco, solo un disco. —Comenzaba a arrepentirse de haber llamado. Las ideas de Hernán Espejo siempre lo conducían a un callejón sin salida.
—¿Y qué problema tiene el disco?
—No. El disco no tiene ningún problema.
—Entonces, ¿por qué llama?
—Es difícil de explicar —admitió.
—¿Le quedó debiendo dinero?
—No. Pagó con tarjeta de crédito, todo correcto.
—Entonces, ¿para qué llama?
—Quiero rectificar una información que le di.
—¿Qué información?
No pudo articular una respuesta plausible.
—Creo que estoy entendiendo. —Rompió el silencio el suegro de Sebastián Álvarez. Samuel Tobón imaginaba un cabello y un bigote entrecanos, hirsutos; un rostro agrio, suspicaz. Se apresuró a desvirtuar cualquier sospecha:
—No se preocupe, caballero, le aseguro que no lo llamo para nada malo.
—Dígame la verdad: ¿usted es el famoso doctor Racines?
—¿Perdón?
—Sí, no se haga el que no me entiende —advirtió con voz firme—. Racines, el psiquiatra del que tanto ha estado hablando mi hija.
—… Le aseguro que no soy esa persona.
—Entiendo… Habla muy mal de usted que intente analizarme por teléfono. —Había una contenida vindicación en el tono de la voz. Tobón consideró prudente callar.
—Y habla más mal de usted que ahora no se atreva a hablar.
—Le aseguro que no soy la persona que usted cree.
—Lo que yo crea o deje de creer no es asunto suyo, doctor, se lo aseguro. ¿Que estoy deprimido? Sí, estoy deprimido. ¿Que soy un hombre viejo? Sí, soy un hombre viejo. Un hombre viejo, solo y diabético. ¿Cómo no voy a estar deprimido? Y no quiero que usted me escuche ni que me den de esas pastillitas que ustedes les mandan a los viejos para que se queden tranquilos, eso sí que no, doctor.
—Disculpe…
—Discúlpeme usted, pero si lo que quería era oírme, me va a oír. Mi esposa murió hace diez años, ¿me escucha? Diez años. Era una mujer maravillosa, una compañía como pocas. ¿Usted es casado?
—No.
—Debe ser separado; todos ustedes se separan y crían unos hijos que terminan por ahí de drogadictos y de ladrones.
—Tomó aire y se quedó esperando la réplica que no llegó—. Veo que nos estamos entendiendo, entonces escuche: hasta que mi mujer murió yo vivía bien, comía de todo, trabajaba sin problemas. Después de que ella murió descubrieron que soy diabético, los negocios no me funcionan, me empezó a crecer la próstata y mi vista ya no es tan buena. ¿No le parece que tengo motivos suficientes para deprimirme, para desconfiar del mundo y estar paranoico?
—Sí, caballero, pero…
—Pero nada, uno está o no está deprimido, y yo lo estoy y usted no. Por más cartones que tenga, por más especializaciones que haya hecho, usted no va a entenderme hasta que sea un hombre viejo.
—Yo lo entiendo —se apuró a declarar Tobón. Creía que si lo animaba a hablar todo acabaría más pronto y podría colgar.
—¡Usted me entiende! ¿Qué hace ahora? ¿Me sigue la corriente como a un loco? ¿Por qué? ¿Por qué leyó libros sobre la depresión? Doctor, usted no sabe lo que es la depresión, usted no sabe lo que es sentirse inútil. Soy más inútil que el inútil de mi yerno. ¿Cree que esa no es una razón para deprimirse?
—No sé qué decirle.
—Pues yo sí sé. Estoy deprimido y he pensado en suicidarme, es cierto. Si eso es lo que le dijo mi hija, tiene toda la razón. Ustedes no deberían temerle al suicidio. ¿Cuál es el problema si yo me suicido? Mi hija me olvidará rápidamente, tiene suficientes problemas como para tener que ocuparse de mí.
Samuel Tobón cubrió la bocina y cerró los ojos.
—… No cuelgue… Por favor, no cuelgue. —La voz al otro lado de la línea era un ruego. —Estoy aquí, no se preocupe. —Reacomodó sus lentes.
—Gracias. Gracias. Siento mucho si lo he tratado mal, si he sido grosero. Ya no sé cómo comportarme. Se me olvidan las cosas, los nombres de la gente, de mis amigos. Tengo las manos llenas de hematomas, me salen por cualquier cosa, y estoy muy deprimido, muy confuso. Paranoico. Creo que necesito ayuda —admitió.
—Los antidepresivos son ahora muy buenos, muy seguros —opinó Tobón sin saber siquiera por qué lo hacía, tal vez por compasión.
—¿Cree que me servirán? Tengo setenta y dos años, soy diabético y no duermo nada. Y la próstata. ¿El antidepresivo no me va a agravar el problema de la próstata?
—La fluoxetina es el antidepresivo más usado en los Estados Unidos —respondió Tobón automáticamente.
—Esa fue la droga que me recomendó un amigo, y Ana Mercedes me compró una caja, pero yo la boté.
—Una dosis diaria es suficiente y dormirá mejor.
A Samuel Tobón lo asombró su propia seguridad. Había visto en un informe sobre la depresión en los Estados Unidos. Contestaba preguntas, se dijo, contestaba preguntas de las que sabía las respuestas.
—Los efectos adversos son poco frecuentes —agregó, incapaz de parar—. Apenas un cinco por ciento de los pacientes los reportan.
El viejo guardó silencio. Su tono de voz había caído al nivel más bajo.
—¿Sigue ahí, caballero?
—Sí, doctor, sigo aquí. —El llanto era inminente—. Tengo miedo.
—No tenga miedo. El medicamento no lo va a embobar ni nada por el estilo, solo lo va a equilibrar.
—El especialista al que entrevistaron había insistido mucho en ello. Samuel Tobón imitó su movimiento, un recorrido lento por debajo del mentón, la palma hacia abajo, paralela a la mesa.
—Cálmese. Sus problemas tienen solución —insistió.
—¿Está usted seguro?
—Completamente.
Cada respuesta lo convencía más de que cumplía con una obra de caridad.
—Le diré a Ana Mercedes que hablé con usted. Se pondrá muy contenta.
—No, no le diga eso; yo…
—Tiene razón, va a pensar que no es usted muy profesional. Le diré que fui a su consultorio. Y voy a ir. ¿Debo llevar todos los exámenes?
—No sé si sea necesario.
—Bueno, si no quiere no se los llevo. Yo lo entiendo, no se preocupe —recobró la firmeza—; debo ir donde el internista y donde el dermatólogo y donde el urólogo. Usted es un psiquiatra y nada más; no crea que voy a permitir que me toque la próstata —recalcó—. Para usted soy una simple depresión —articuló las palabras con desprecio.
—Disculpe, pero…
—Adiós, doctor.
Samuel Tobón escuchó el golpe del auricular. Unos segundos después reacomodó sus lentes y también colgó.

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