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Con varias ediciones agotadas en España, ‘Agua y jabón, apuntes sobre elegancia involuntaria’, de la escritora y crítica de moda Marta D. Riezu, se ha convertido en un libro de culto, un heterodoxo tratado del buen gusto para nuestros tiempos. | Foto: Foto: Archipo particular de Marta D. Riezu

LITERATURA

'Agua y jabón': los apuntes sobre elegancia involuntaria, de la escritora Marta D. Riezu

‘Agua y jabón, apuntes sobre elegancia involuntaria’, es un estimulante tratado en el que la escritora y periodista de moda, Marta D. Riezu, comparte sus apreciaciones, delicadas, irónicas, severas y desprejuiciadas, sobre la vida, el arte y la cultura.

19 de febrero de 2023 Por: &nbsp;L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta<br>

Las personas elegantes —descubrimos muy tarde— no necesariamente son “gente bella” en el sentido más superficial de la palabra. Aunque la elegancia otorga una belleza incluso más seductora. Un hombre elegante —evitaré ejemplos reales— podría ser Jep Gambardella, el protagonista de ‘La grande bellezza’ (2013), que conocimos cuando estaba celebrando sus 65 años y, no obstante, dejó una fresca impresión de sabiduría y vitalidad. En el fondo de su perfecto vestuario, oculto en sus trajes confeccionados por el sastre Catellani, y posterior a las fiestas de sus amigos esnobs, Jep sabía que la belleza se encontraba en las manifestaciones más espontáneas de la vida, y que para captarla necesitaba observar los actos cotidianos como un artista. Fue su personalidad contemplativa, “estaba destinado a la sensibilidad” dice al principio de la película, el principal atractivo del personaje, la fuente pura de su elegancia. Despojado de ella, solo tendríamos a un anciano: fracasado, ridículo y solitario. La elegancia, desde luego, no evita ninguna de estas tres condiciones, pero puede transformarlas en poesía.

Aun más paradójica es la elegancia, en tanto, no necesariamente depende de estar “bien vestido”, porque estaría sujeta a las condiciones sociales y económicas. El sentido común nos permite deducir que la bajeza humana, la estupidez y la vulgaridad, son los rasgos humanos más democráticos de la historia. En todas las clases, oficios y familias, abundan por igual. Por esta razón, ininteligible para los consumidores compulsivos de novedades —sea un automóvil, iphone, zapatillas, televisor, serie, película, libro, etc… más reciente—, es que un personaje como Charlot (‘The kid’, 1921) resulta ser el mejor modelo de elegancia, puesto que su alegría y bondad, su generosidad, lo invisten como a un auténtico caballero. A su lado, todos los magnates del mundo sentirían vergüenza.

Como escribió Guiseppe Scaraffia, “solo Charlot, el sublime mendigo en chaqué, consiguió ir más allá. Pocos podían rivalizar con la dolorida elegancia de aquella desharrapada silueta. El bombín tenía sus buenas abolladuras, las mangas de la camisa podían separarse tranquilamente del busto, los pantalones a rayas aflojarse exhaustos. La inexorable tempestad del progreso le había desgarrado el traje de etiqueta, pero el pequeño dandi de guantes agujereados continuaba haciendo girar con coquetería su bastón de paseo”. Sin duda, el único digno de caminar junto a Charlot sería el Cantinflas de ‘Caballero a la medida’ (1954).

De acuerdo a lo anterior, además de una sensibilidad fuera de lo común, la elegancia posee un fundamento moral que interactúa con todos los aspectos de la vida, originando ese efecto poético que, para decirlo en palabras de Nicolás Gómez Dávila, hace que “cuando navegamos en océanos de imbecilidad, la inteligencia necesite el auxilio del buen gusto”. Pero todo debe acontecer de forma natural —inconsciente—, cuando la persona está despojada de poses, altruismos y vanidades, con las que pretende definirse. Así lo expresa Marta D. Riezu en ‘Agua y jabón, apuntes sobre elegancia involuntaria’ (Anagrama, 2022), “ser elegante no tiene tanto que ver con el contenido del armario como con la sensatez, la buena educación y una mirada generosa del mundo”. Ser elegante, entonces, es ser civilizado, una posición cada vez más desdeñada y en contraposición con las tendencias radicales y conspiranoicas del siglo XXI.

De ahí que en un sutil acto de reacción —y genio literario—, Marta D. Riezu haya restituido la vigencia a un antiguo género libresco: los manuales de modales, tratados de urbanidad o del buen gusto. Nada más anacrónico y excéntrico que en tiempos de caos y libertades absolutas, de fanatismos, inmediatismo y novedad, profesar amor por el orden, lo duradero, lo reutilizable y, sobre todo, por la moderación. En sorprendente afinidad con el filósofo reaccionario colombiano, la escritora y crítica de moda, sabe que “la sabiduría no consiste en moderarse por horror al exceso, sino por amor al límite”, y que “el precio de la libertad absoluta sería una vulgaridad sin límites”. No obstante, su refinamiento cultural es propio de la segunda mitad del siglo XX, cuando la sensibilidad del mundo cambió radicalmente y la cultura pop alcanzó hasta el último rincón del planeta, incluso Europa.

Nacida en 1979, en Terrassa (España), una ciudad en los márgenes de Barcelona, donde tuvo su apogeo la industria textil, Marta creció entre la seducción de la mercancía globalizada: la música pop, los videojuegos, las baratijas coleccionables, las series y películas de Hollywood, y el encanto decadente de la tradición cultural europea: cafés legendarios, panaderías de masa madre, sastrerías recónditas, diseñadores de vanguardia, artesanos de piezas únicas, edificios con espacios sin propósito, museos de verduras, gabinetes de curiosidades y jardines de senderos que se bifurcan. Y, entre las modas y los rituales heredados: Snoopy, Cecil Beaton, Josep Pla, Robert Walser, Venecia y París, el mar Mediterráneo, el Soho, los bolsos, las telas tweed, trajes de Savile Row, quesos de difícil catadura y frutas tomadas de árbol —no vino, hay que aclarar que la escritora es abstemia—, construye una autobiografía de gustos y maneras que buscan destruir la “pornografía del ego” que impera en la cultura actual.

La delicadeza y severidad que Marta D. Riezu expresa en sus “apuntes sobre la elegancia involuntaria”, no son menores de las que en el siglo XVIII, lord Chesterfield empleó para educar desde la distancia —con gracia y refinamiento— a su hijo Philip, a quien escribió cientos de cartas indicándole cada detalle de la vida en sociedad, la cultura y comportamientos de un caballero “suave en la forma y firme en la intención”. Salvo que la escritora española deja un espacio a la excentricidad, a la elegancia que no busca encajar en los modelos de éxito económico y celebridad, por el contrario, hace una defensa del fracaso, de los proyectos que no triunfaron, pero se ganaron un puesto ineludible por su elegancia involuntaria, por la poesía de su actitud vital, como la música de Florence Foster Jenkins, las películas de Ed Wood, ‘The room’ de Tommy Wiseau, o los poemas de William Topaz McGonagall.

“Cómo detectar a un mediocre: por su gusto por lo extraordinario. Le gusta todo cuanto más embrollado mejor: lo centelleante, lo atronador, ese horror indefinido que es lo premium, lo VIP, lo in-your-face, el ‘ya que pago, que se note’. Lo discreto le aburre, la rutina le desespera. No ve nada; ni el milagro de la fuente en la calle, ni la dignidad cívica del buzón de correos, ni la tentación del pico de pan”, apunta al principio del libro.

Pero sus observaciones superan las indicaciones de urbanidad y las advertencias sobre la cursilería, convirtiéndose en un delicado activismo contra el consumo irresponsable y el lujo como complicidad del abuso humano y animal: “La diferencia entre la moda tramposa y la moda honesta es que la primera intenta convertirte en un personaje —emprendedor de Silicon Valley, surfista, ejecutivo—, mientras que la moda honesta simplemente celebra lo que eres. Vestir bien se asocia al interés que le ponemos a las cosas. Alguien con prendas bonitas y una actitud apática no tiene encanto alguno. Vestimos bien cuando aportamos, cuando lo que llevamos puesto habla de nuestros valores”.

A propósito, en una entrevista para la revista Elle, Marta D. Riezu incluso plantea la idea de una “militancia culta y esteta” sobre el consumo: “se nos ha dicho que la moda rápida democratiza, pero solo nos beneficia a nosotros. A la otra mitad del mundo la explota, la pudre y la esquilma. Una marca de moda que se relacione con la cultura tiene mi respeto. Pero no hay marca que esté 100% libre de pecado, igual que es imposible encontrar a un ciudadano que lo haga todo bien. Lo importante es acometer pequeños cambios que con el tiempo supongan una mejora sustancial”.

De esta forma, y adoptando la fina humildad de Robert Walser, para la escritora “no hace falta elegir grandes causas para mejorar el mundo. Al revés, cuanto más grandilocuentes más sospechosas. Lo urgente es lo pequeño”. ¿Y qué hay más pequeño y urgente que nuestra propia casa, la calle en que vivimos, nuestros hijos y padres? Quizá el sentido último de ‘Agua y jabón, apuntes sobre elegancia involuntaria’, sea convertirse en un llamado a retomar la educación del buen gusto en los hogares, aquel que se forma en la interacción con familiar, donde padres y madres son portadores de tradiciones culturales que van legando como un escudo protector, antes de que la sensibilidad sea invadida y tomada por la mercancía del entretenimiento más grosero y estéril. Pero, como seguramente sabe la autora, la suya es una causa perdida, de ahí su gran encanto.

A continuación, comparto las notas de un breve diálogo transoceánico con Marta D. Riezu.

—¿Cómo descubrió el concepto de “elegancia involuntaria”?

No es tanto un descubrimiento repentino sino la constatación, con los años, de que hay unas cualidades —en las personas, los lugares y los objetos— que otorgan un brillo, un gesto, una dignidad intrínsecas. A veces la misma persona ni lo sabe. Tiene que ver con la discreción, la generosidad, la educación, la paciencia, la voluntad de construir y conservar. Una mirada benevolente al mundo.

—Me parece que la elegancia involuntaria tiene alguna relación con esa afirmación de Oscar Wilde de que la pose más complicada es ser natural. En ese sentido, ¿qué diferencias hay entre la elegancia deliberada y la no buscada?

Lo deliberado siempre pierde encanto. Tiene el atenuante del empeño, porque esforzarse tiene su mérito siempre, pero la ligereza y la bondad —si nos han educado correctamente— deberían salir solas.

—En el libro comparte un gran inventario de personas, objetos y lugares, en su mayoría europeos. ¿Ha encontrado elegancia involuntaria en Latinoamérica, hay alguna particularidad que la distinga de la europea?

Sigo la vieja máxima de escribir sobre lo que se conoce, y conozco mucho más Europa (una cierta Europa pobre, apañada y desordenada, para ser exactos) que su tierra. Creo que en la oratoria nos dan ustedes mil vueltas, y en general en el trato al prójimo, el respeto a la familia y a las tradiciones, la hospitalidad más espontánea.

—El libro está compuesto de un sinnúmero de apuntes, ¿cuál es su procedencia y qué criterios tuvo en cuenta para seleccionar los indicados? ¿Y cómo surgió la estructura fragmentaria de ‘Agua y jabón’?

No tengo ningún método, más allá de anotar en una libretilla todo lo que me interesa. El párrafo corto es un formato amable y propicio para estos tiempos tristemente fragmentados y de atención volátil. La idea era también un libro que uno pudiera abrir por donde quisiera, desordenadamente.

—¿Por qué decidió incluir imágenes a lo largo del libro, hay una búsqueda de crear una galería personal y que las imágenes interactúen con el texto?

Creo que fue un gesto heredado de mi perfil de Instagram (@martariezu), que quizá no uso de forma muy ortodoxa ya que doy prioridad al texto y no a la foto. Allí empleo imágenes aparentemente aleatorias, pero que siempre contienen alguna pista. Las fotos no dejan de ser otro elemento para invitar al lector a tirar del hilo.

—Leyendo su libro encuentro familiaridad con otros como las ‘Analectas’ de Confucio, las ‘Cartas para la educación estética’ de Schiller, o en ‘Las cartas de Lord Chesterfield a su hijo’, incluso el ‘Juan de Mairena’ de Machado. ¿’Agua y jabón’ podría asociarse con la tradición de manuales, breviarios o libros para la educación estética y del buen gusto?

Con muy buenos ojos mira usted mi texto, creo [sonríe]. Es una generosidad que seguro no merezco. Yo lo veo más como un devocionario portátil de lo esquivo, lo asombroso, lo exigente. Tiene un espíritu amateur y algo caótico.

—¿Qué importancia tiene en la actualidad poseer una mejor cultura en relación al consumo?

Un buen consumidor es ante todo un ciudadano informado y educado. Si no tienes la suerte de haber heredado una formación familiar estricta y minuciosa, todavía queda la esperanzadora posibilidad de educarte tú mismo y aprender a través de la observación y la investigación, aquello tan antiguo y de toda la vida que es preguntar sin miedo. Si una marca hace o vende algo que no vemos claro, se le pregunta, y si no nos da una respuesta clara y articulada no se compra. Hay demasiadas opciones como para dar nuestro dinero —que cuesta tanto de ganar— al primer desalmado.

—Hay una forma del gusto que no se nombra en su libro, pero que se puede reconocer en algunas definiciones, como, por ejemplo, cuando habla de los mediocres, a quienes «les gusta todo cuanto más embrollado mejor»; o del frívolo, que «debe estar haciendo siempre algo agradable y, si es posible, dos cosas agradables a la vez». De acuerdo a esto, ¿qué es para usted el esnobismo?

El esnob y el dandi suelen vivir demasiado apartados del mundo, y a mí me gusta vivir en esta realidad que nos ha tocado. Su elegancia involuntaria reside no tanto en sus elecciones estéticas como en su actitud vital: ser improbables e impasibles. Respetan la singularidad, y quieren ser infelices como exactamente decidan ellos.

—¿Cuál es la relación entre lo cursi y lo ridículo? ¿Se puede superar el miedo a ambos?

Lo cursi es más relativo a las emociones y la vida íntima que lo ridículo, que para mí va ligado al humor y la acción. No hay que tener ningún miedo a ser un poco amanerado, incluso camp; es muy divertido. Todos hacemos el ridículo a diario, estar vivo es meter la pata. Es mejor ser conscientes de ello.

—¿Es la corrección política una nueva forma de cursilería?

Lo es. Y una forma de coacción, pequeñez mental, remilgos impostados, ofensa postiza, hipervigilancia malsana. Un adulto respetuoso y sensato no necesita que le impongan normas de guardería.

—Cuando aboga por las pequeñas causas recuerda un poco al Borges del poema “Los justos”.

Lo urgente siempre es lo pequeño. A partir de lo local y lo conocido se puede empezar a construir con solidez.

—Escribe que en sus diarios, «me reconcilio con mi faceta perdedora. Es un déjenme tranquila, triunfen ustedes». ¿Por qué la escritura nos reconcilia con el fracaso?

En la escritura privada del diario uno puede dialogar con las propias miserias sin que nadie le juzgue. A mí me ha ahorrado ser pesada con mis amigos y la factura del terapeuta.

—Ahora me gustaría resolver una inquietud que concierne a Colombia. En la página 191 de ‘Agua y jabón’ menciona «el BMW de García Márquez, siempre mal aparcado en la plaza». ¿Podría explicarme la referencia?

Gabriel García Márquez vivió de 1967 a 1975 en mi ciudad, Barcelona, en la que se centra el negocio editorial de España. Aquí escribió ‘El otoño del patriarca’. En la Plaza Francesc Macià había un colmadito donde vendían membrillo de guayaba, que le encantaba, y también estaba el Sándor, un café punto de encuentro cultural (de ahí el coche mal aparcado delante) donde el escritor recibió a Neruda durante su visita a Barcelona.

Cada semana, la escritora publica su columna de apuntes, Radicales Libres, en la página web de la revista Elle.

Apuntes selectos

«Mientras los humanos nos afanamos toda la vida en conseguir mejoras y sofisticaciones, el animal nace completo y no se necesita más que a sí mismo. Son el ejemplo perfecto de elegancia y gracia instintivas. Octave Mirbeau: «Si los animales no progresan es porque ya han llegado a la perfección, el hombre destruye y reconstruye sin llegar nunca al final de su deseo».

«Me interesa el tipo de humor que más bajo cotiza en la escala del prestigio: el humor barato, también llamado -sin asomo de piedad- humor malo. El gag insolvente y el chiste flojo son la inteligencia puesta al servicio de la nada; un pensamiento fallido que se justifica con su humilde aspiración de entretener».

«Vicios. Las únicas dos adicciones que no provocan daños en la salud son al lectura apasionada y la escucha obsesiva de música».

«Venganza. En la fábula del flautista de Hamelín, que secuestra a los niños porque el pueblo le ha estafado unos dineros, los únicos críos que se salvan son un cojo que va demasiado lento, un sordo que ni se entera del lío y un ciego que se pierde por el camino. Yo quiero estar en ese grupo maravilloso de Los Dejados Atrás».

«Tontolpueblo. Más que un vecino, una institución. En la mayoría de idiomas (village idiot, scemo del villaggio, idiot du village) se le da por perdido, pero en el siempre poético portugués (o louco da aldeia) cobra una pátina de enajenación lúcida. Yo lo prefiero al listo del pueblo, desde luego».

«Tristeza. Me deprime el «hoy por ti, mañana por mí». Disfraza de solidaridad el egoísmo estratégico. Si se ayuda, que sea por empatía o compasión».

«Sprezzatura. El descuido elegante nace siempre de la naturalidad, y para ser natural hay que tener al menos dos de las cuatro siguientes cosas: talento, tenacidad, confianza en el mundo, cuna».

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