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Sapos

El secuestro y el trato al que fueron sometidos produce unas consecuencias emocionales tan profundas, que no hay ex que valga en la tarea de suavizar el horror.

28 de octubre de 2018 Por: Redacción de El País

La gente está aterrada. Indignada. Asqueada. Conmovida con los testimonios de los exsecuestrados por las Farc frente a la Jurisdicción Especial para la Paz. Víctimas a las que con el uso de un prefijo tratamos de barrer bajo la alfombra del tiempo. El secuestro y el trato al que fueron sometidos produce unas consecuencias emocionales tan profundas, que no hay ex que valga en la tarea de suavizar el horror: de por vida estarán acosados por los recuerdos de dolor y angustia.

Orlando Beltrán recibió un mensaje de alias Sombra cuando vivía el infierno del paludismo: si seguía convulsionando lo iban a encadenar a un árbol. Después de siete años de enfermedad, sin poder ver a un médico, quedó con una lesión del cincuenta por ciento en sus piernas. Jorge Eduardo Géchem perdió, sin saberlo, buena parte de su vida en la selva. Regresó con una úlcera pélvica, un corazón envejecido, cuatro hernias discales en la columna y pocos dientes.

Alan Jara compartía espacio de cautiverio con veinte personas hacinadas, cada una en un espacio no mayor al tamaño de una tabla y media. Muy cerca, otros seres humanos eran apilados en un rincón oscuro, en el que escaseaba el aire, al que llamaban el ‘submarino’. Cadenas al cuello lo unían con otras víctimas, cuando no alambrados, y pasaban la noche amarrados a un palo.

Luis Mendieta también probó las cadenas apretadas. Como gran gesto de humanidad, le quitaban un eslabón para que no le dolieran las llagas. Mendieta despertaba con medio cuerpo paralizado por falta de circulación. Se arrastraba en el barro para hacer sus necesidades fisiológicas, acosado por el paludismo y la diarrea. A uno de sus compañeros le dieron jarabe para calmarle ataques de tos. El jarabe era en realidad un ácido que le quemó la boca.

Luis Eladio Pérez, diabético e hipertenso, jamás tuvo asistencia médica. Entre insultos y malos tratos, caminó sin descanso y sin zapatos por las trochas. La osadía de querer recuperar la libertad le costó una semana sin comida. Con cadena lo sacaban a hacer sus necesidades, jalándolo como a un perro.

Íngrid Betancourt dormía en un nido de garrapatas, privada de medicamentos para contrarrestar los duros efectos del paludismo. Los comandantes felicitaban y premiaban a los guerrilleros que trataran con groserías a ella y a las demás mujeres. Las necesidades debía hacerlas frente a los demás y si el guardia estaba molesto le escupía en la comida. “Para usted no hay toallas higiénicas. Mire a ver cómo se las arregla”, le decía. Fue presa, como tantos otros compañeros, del paludismo. Vomitaba el arroz que le daban, no podía entrar al agua porque le ardía la piel y el cuerpo le enviaba señales del martirio: “Se me caía el pelo, se lo llevaba el viento; lo escondía dentro de un hueco que cavé”.

Los colombianos presenciamos ahora estos testimonios, gracias a los medios de comunicación, como si fueran una novedad. Realidades incómodas que tratamos de ocultar con frases como “es el sapo que hay que tragarse por la paz”.

Sapos enormes son los que hoy, desde la comodidad de su nueva vida, se burlan de sus antiguas víctimas y desconocen maltratos y vejámenes con dosis de cinismo verbal que dan una muestra patente de esa inhumanidad de la que jamás podrán desmovilizarse.

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Ultimátum. Yoko Ono está detrás del proyecto magnífico de publicar registros inéditos de las sesiones de grabación del álbum ‘Imagine’, de John Lennon. Una joya. A los admiradores del ex Beatle les cuesta agradecerle a Yoko… ¿o no?

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