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Míriam sufrió, por estrés, de parálisis facial. Luego descubrió que tenía diabetes e hipertensión. Eso la impulsó para afianzar su liderazgo en el grupo Renacer. | Foto: Jorge Orozco / El País

VISIÓN DE GÉNERO

'Yo no parí para la muerte' y la fuerza de 4 mujeres que se levantan de las peores tragedias

Daisy Chocó, Flor Cabezas, María Valeria Molina y Míriam Benavides: cuatro heroínas de carne y hueso, capaces de levantarse y luchar, incluso después de perder a un hijo.

18 de febrero de 2019 Por: Paola Andrea Gómez P. / Jefe de Redacción de El País

En sus historias, en sus voces, está la historia misma del Distrito de Aguablanca. De esos esfuerzos por colonizar un pedazo de tierra para su familia. De esos desarraigos de tanta gente de distintos lugares del país, que llegó ahí, buscando una mejor vida. De sus propias creencias y mitos. De mujeres que parieron tantos hijos. De los grandes verdugos como la drogadicción y la muerte, que se han llevado a tantos adolescentes. De la fuerza con que sus madres y sus padres han tendido que levantarse para seguir dando la pelea, a pesar de tanto.

A Daisy le mataron a sus dos jóvenes hijos el mismo año. Y hoy habla con firmeza de paz, de perdón. A Flor le tocó enterrar a uno de sus hijos y ponerle el diploma de su grado sobre el ataúd. Hoy se refugia en Dios para seguir construyendo. A María Valeria se le murieron 13 de los 20 hijos que engendró, y a uno se lo mataron. Hoy, su sonrisa es capaz de iluminar más que el enorme sol de julio estacionado sobre la Sucursal del Cielo. A Míriam, le tocó desde muy niña trabajar, huir del maltrato, ser responsable de si misma y escapar de un abuso sexual para llegar hasta aquí. Hoy es un ejemplo de liderazgo, orgullosa y serena.

Cuatro heroínas de carne y hueso que hacen parte del programa ‘Yo no parí para la muerte’, un programa de la Secretaría de Paz y Cultura Ciudadana de Cali, que nació en el 2014 y que ya suma 1304 integrantes egresados. Gente que llegó ahí para prevenir nuevas violencias, y hoy son ejemplo de reconciliación y de cómo es posible sanar las heridas emocionales.

Hay mujeres y hombres de 10 comunas de la ciudad que han pasado por esta iniciativa; habitantes de veredas, miembros de las barras bravas, gente que le conoce la cara a la violencia. Luego de diez talleres, de reflexiones, de construir mensajes, de hacer sus muñecas de la esperanza y tejer sus telares, se gradúan como gestores de paz. La meta es beneficiar a 2000.

Katherin Florez, psicóloga del equipo de Laboratorios de Paz, que acompañó el proceso en la Biblioteca Daniel Guillard, cuenta que con esta iniciativa se promueve el uso de pautas de crianza para resolver violencias.

“Hacemos todo un proceso de reflexión, paso a paso, de apoyo que conduzca al perdón. Y encontramos testimonios de vida tan fuertes”, dice.

Estas son las historias de cuatro de esas mujeres que han dejado huella en el programa:

“Quiero compartir esperanza, no dolor”

“Todos los días le pido a Dios que me dé fuerzas para vivir, porque los que están muertos son mis hijos, yo estoy aquí y tengo que salir adelante. No quiero que mi corazón se llene de odio, no quiero vivir con amargura y resentimiento. Uno es el que decide si perdona o si se hunde. Porque la vida no se para, la vida sigue”.

Algo más allá de lo explicable habita el corazón de Daisy Choco. Pareciera que una fuerza divina se asomara todos los días por su ventana y la llenara de energía para seguir viviendo, para creer que hay un mañana posible, a pesar de que sus dos hijos estén muertos, ambos asesinados, en dos hechos diferentes: el primero en mayo y el segundo en diciembre de 2010. Esta es la historia de una mujer desplazada una y mil veces, que hoy se dedica a cuidar a su madre y que asegura que no hay otro camino para vivir que el de perdonar.

“Hasta hoy no sé por qué mataron a Pipe (su hijo asesinado a los 20 años). Sí sé que a Wilsom (su hijo de 26) lo mataron porque pensaron que nos íbamos a vengar de ellos, de los que mataron a Pipe, o no sé qué cosa. Pipe hizo parte del programa Francisco Esperanza. Ya estaba ‘del otro lado’, cuando lo mataron; incluso había aprendido de soldadura. Y Wilsom no tenía problemas, era carretillero, criaba animales, era agricultor.

En ambos casos no hubo justicia. Ni apoyo alguno, ni porque les explicara cuando estaba huyendo con mi hijo mayor, que estábamos amenazados. No escucharon. De la Fiscalía para tomar mi declaración me decían que necesitaba pruebas, audios, videos de las amenazas. Yo les explicaba que sabía que estaba en peligro, pero no sabía quién me quería matar...

De todo este proceso para mí lo más complicado fue tener que ir al anfiteatro dos veces. Todos los días digo: ‘señor quítame ese ruido de la cabeza, ese sonido del cierre que se abre cuando tienes que reconocer a tu hijo. ¿Ese es su muerto? te pregunta el hombre de la funeraria y uno tener que decir que sí. Ir a recoger el muerto, enterrarlo y seguir, porque la vida sigue. Y tienes que vivir con eso, y tomar la disposición en tu corazón de que o perdonas o te hundes.

Cuando el psiquiatra me dijo: ‘usted tiene que recluirse en una clínica porque el choque emocional que ha tenido es muy fuerte’, me dije: ‘señor, ayúdame’. Cada día me levanto con esa convicción, estoy convencida de que el nuestro es un territorio de paz.

Yo conocí esta zona cuando era un barrialero, cuando se enfrentaba el M-19 con la Policía; cuando la gente tenía que esconderse debajo de las camas. Y de eso han pasado muchas cosas y mucho tiempo ya.

Ojalá el gobierno se diera a la tarea de hacer un trabajo de salud mental con nosotras las mujeres que hemos sufrido impactos como el mío. Uno sigue porque tiene que seguir, pero necesitamos apoyo. Y espacios como estos, de ‘Yo no parí para la muerte’ son muy buenos porque uno puede escuchar las historias e independiente del bando uno ve que se pueden unir. Aquí hay tumaqueños, antioqueños, venezolanos, del Cauca, de Bogotá... somos un país, y si nosotros no formamos este país desde mi casa, desde mi comunidad, entonces ¿quién?

Cuando vinieron los chicos de reintegración, sus testimonios nos impactaron. Pensé que nunca podría perdonar y ese taller a mí me marcó.

Uno siempre le pide a Dios por la paz de este país, porque igual es el nombre del programa, ‘yo no parí para la guerra’ y desafortunadamente los que van a la guerra son nuestros hijos. El guerrillero tiene una mamá, el paramilitar tiene una mamá, el soldado tiene una mamá y los chicos que están en las pandillas también tienen una mamá y uno nunca piensa que le pueden pasar estas cosas. Yo digo desde mi corazón de mamá: no parí para la guerra, uno ‘pare’ para que sus hijos les sirvan a esta sociedad’.

Pero nos hemos acostumbrado tanto a la guerra, a la violencia, que cada día uno ve cómo más mamás tienen que ir a enterrar a sus hijos. Uno ve que su vecina se tiene que ir de su casa por la violencia, porque llegó alguien y ‘se enamoró’ como dicen ahora, le mató a sus hijos y se tiene que ir. Y todo lo que uno consigue, lo consigue con demasiado esfuerzo, es lucha.

Acá, el 95% somos mujeres cabeza de familia, somos las mujeres las que le ponemos el pecho a la brisa, de una o otra manera, y ver que tienes que enterrar a tus hijos es muy duro.

A mí me llama la atención toda esa gente que dice que no quiere que esto cambie, que nos acostumbramos tanto a la muerte, que hace como parte de nosotros y no queremos reaccionar. Cuando matan a alguien lo que dicen es ‘ah, por algo sería’ es como normalizar la muerte, ver uno las agresiones y decir que las merecían.

En uno de los talleres, cuando construimos el telar, pudimos ver al unir las piezas, que cada uno tiene un concepto de paz, una forma. Para uno era echarle escarcha, para otra ponerle color, para otra persona, escribir.
Hacer la paz es duro, porque el lienzo es duro. A veces nos chuzamos con la aguja y dolió pero para mí fue muy gratificante ver el telar ahí y saber que fuimos nosotras las que lo hicimos y muchas veces por estar en la desgracia y en la desesperanza ese talento se nos muere.

La paz es contagiosa. Por eso para mí ese telar significa demasiado, porque aunque son formas y pensamientos diferentes, está unido y cuando nos unimos podemos lograr cosas muy grandes. No esperar a que hagan los de arriba, porque los de arriba hacen desde su escritorio pero no conocen nuestra realidad. Algo que aprendí desde mi experiencia es que las personas que hemos vivido verdaderamente el dolor de la guerra somos las más pacifistas, porque no queremos que el otro viva lo mismo que yo viví. No queremos que se comparta ese dolor, sino compartir esperanza”.

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Parió 20 hijos, se le murieron 13, le mataron uno... “las mujeres somos muy resistentes”

“Cuando murió mi esposo, yo estaba muy triste. Muchas veces no quería ir a la casa, ni a nada. Un día me encontré una compañera con la que habíamos estado en la iglesia y me dijo:

- Ay, Valeria, usted cómo está de acabada. No se entregue así, nosotras la necesitamos para que nos enseñe a hacer la ropita que usted sabe.
María Valeria Molina relata así cómo fue que después de perder a varios de sus hijos, sufrir el asesinato de uno de ellos y la partida de su esposo, ha aprendido a seguir adelante, sin dejar de sonreír y de creer en la vida.

”Yo no tuve estudio. Fui criada en el campo. En ese tiempo mataron a Jorge Eliécer Gaitán y ahí fue cuando se agarraron a quemar las casas. Yo vivía por una parte que se llamaba Pampamá. Mi papá tenía una finquita y nosotros vivíamos felices porque allá todo lo cultivaban. Debido a eso, a la muerte de ese señor, empezó la violencia y nos tocó salir de allá. Y empezamos a sufrir. Estuvimos viviendo debajo de un palo de guanabano como por 15 días. Mi papá encerró la raíz de ese palo en cauchos y ahí estuvimos. Luego, debido a eso, yo creo que se enfermó. Le dio cáncer de próstata.

Entonces nos fuimos para Buga y una señora le dijo a mi mamá que si me dejaba ir con ella para El Darién a cuidarles los niños. Yo estaba tan pequeña. El niñito se dormía y yo también. También pasaba que se levantaba ese niño a hacer diabluras, a mojarse y me metía en problemas.

Cuando ya fui creciendo, el esposo de la señora empezó a decirme que yo tan bonita, que él me daba lo que yo necesitaba y que me dejara contemplar y yo le fui cogiendo miedo. Me amenazaba con que no le fuera a decir nada a su esposa o a mi mamá, porque si no me mataba.

Cuando tenía como unos 12 años, sentí que alguien se me sentó en la cama. Como en El Darién hace tanto frío, la señora me daba unos pantalones de lana y me hacía poner saco, ella era muy querida. Ese señor se me sentó ahí, entonces yo saqué el pie a ver qué era y me cogió y me tapó la boca; yo del susto prendí la luz y salí corriendo. Ese día me tocó venirme de allá, con una señora que vendía verduras en Buga.
Luego, me casé con mi primer novio. Tuvimos 20 hijos. Duré casada 58 años hasta que la muerte nos separó.

Al tiempo conocí a las amigas del grupo y con ellas vivo muy contenta. Soy muy amigable y quisiera que todas aprendieran lo que yo sé de manualidades. No tuve estudio, pero ‘papá Dios’ me dio la sabiduría de talento y vivo muy contenta de ver que podemos vivir unidas, que entre todos podemos construir algo. Muchos de mis hijos murieron pequeños, porque nosotros nos fuimos para el campo y cuando se enfermaban era muy difícil sacarlos para donde el médico. A algunos les daba gastroenteritis o cosas parecidas. Tuve dos partos de mellizos. Me quedaron siete hijos vivos.

Yo creo que un eclipse me mató a un hijo. Recuerdo que mi mamá me dijo ‘ve, María, no vas a salir que está haciendo ‘eclis’ de sol. Ya estaba en los días de dar a luz. Era un niño. Y yo salí, miré el sol y estaba como oscureciendo. A las 3:00 p.m. me dieron como escalofríos y reventé fuente y a las seis de la tarde me tuvieron que bajar de allá, porque empecé a sangrar. El niño se me estaba muriendo en el estómago. Nació negrito negrito.

A mí me daba mucho pesar cuando se me morían los hijos, pequeñitos todos. Luego, a uno me lo mataron de 40 años, en Buga. Y a raíz de eso empecé a asistir a una iglesia cristiana. Eso me ha reestablecido mucho. Uno aprende que todos tenemos que morir.

Cuando mataron a mi hijo todas las compañeras oraban por mí. El se llamaba Hugo Villegas Molina. Dicen que fue porque tuvo problemas con alguien o algo así.

Ya llevamos tiempo estando en el grupo, en los talleres. Después de tantas cosas vividas, había que seguir el camino. Y pues, fíjese, aquí estamos, dando la vida. Porque todas las mujeres somos muy berracas. Muy echadas para adelante. Empezando que somos muy resistentes. En toda reunión que hay, allí está una mujer, somos paradas en la raya. Y si alguna aquí empieza a pensar en cosas malas, nos unimos y les decimos ‘cómo así, mija’, nada de esos dolores.

Sí uno no está haciendo algo, se le atraviesan los pensamientos, se enreda, en cambio usted con la mente ocupada, está en otro cuento. Estoy cumpliendo mis 80 años y bueno, doy muchas gracias a las personas con que nos acompañamos para no caer y para espantar las tristezas.

“Mi hijo era un muchacho bueno”

“A ‘Yo no parí para la muerte’ llegué invitada, las clases muy buenas, muy queridas las personas. Yo que tenía mi corazón tan golpeado... Esto es duro de asimilar. Uno a veces, así sea cristiano, hay cosas que le carcomen. Y yo pues fui aprendiendo. Un día Katherin (la acompañante del proceso) me dio una clase y saqué todo lo que tenía adentro. Esto me ha servido bastante porque como a mí la vida me ha azotado mucho, no solo con mis hijos, con mi familia. Gracias a Dios he podido sacar muchas cosas que las tenía aquí, atravesadas”.

Desde niña, a Flor Cabezas le ha tocado sortear todo tipo de dificultades. Al no ser hija del matrimonio se crió “a la suerte”, dice ella, en un pueblito del Cauca; no conoció a su mamá, quedó a cargo de un tío junto a su hermana y su hermano; muy joven tuvo que trabajar haciendo oficios en casas; se juntó a los 13 años con el padre de sus cuatro hijos, pero con el tiempo terminó convertida en mujer cabeza de familia. En los ochenta llegó buscando una nueva vida, con muchas necesidades a la invasión Belisario III Etapa.

Luego vino la muerte de uno de sus hijos. Se llamaba Adrian Ceballos: “Él siempre me decía: ‘mamá, yo voy a hacer todo lo posible por recompensarte lo que tú has hecho. Esperate que entré a trabajar y te voy a poner a vivir como una reina’. Lástima que el sueño no le alcanzó ni para graduarse. El diploma se lo pusieron en el ataúd. Lo mataron la noche en que se fueron a celebrar con sus compañeros del Sena, con una fiesta en el barrio 12 de Octubre.

Terminaba dos carreras: Ventas y Administración de Empresas. Lo mataron mientras protegía a otro joven. Eso contaron los que vieron lo que pasó. Era un muchacho tan bueno, nunca tuvo ningún problema.
Al tiempo me tocó verle la cara a su asesino, en la Fiscalía. Al final se lo llevaron para la cárcel de Villanueva, luego le dieron casa por cárcel y en una salida cayó en una matazón que hubo en Sanandresito”.

Hay cosas en la vida que yo tengo que agradecer mucho. Cuando murió mi hijo yo no tenía un peso porque vivía de lo que lavaba y planchaba y no me quedaba nada. La cuadra me lo enterró. Yo no puse un peso porque esos vecinos son como mi familia. Fueron como dos buses, llenos de gente, del barrio.

Es que llevamos muchos años juntos, acá. En Belisario hice mi ranchito y me vine con mis cuatro hijos. Como en toda parte, unos se adueñaban de la pila de agua y los demás teníamos que hacer muchos esfuerzos para poder recoger agüita.

Allí estábamos 120 familias. Uno vivía sabroso antes, no como ahora que la inseguridad es tremenda. Los lotes valían $103.000, la cuota era de $8000 y pues para uno era una cantidad de plata; no es como ahora que los muchachos juegan con ellos. Como pudimos, pagamos eso. Yo me pasé con cuatro tablas, no tenía ni puerta, yo ponía era una cobijita...

Levanté mis hijos, gracias a Dios, con mucho trabajo, como lo he hecho desde niña. Y aquí estamos, aprendiendo de las otras, contando nuestra vida, luchando por ella”.

Liderazgo femenino

En el grupo Renacer Daniel Guillard, Miriam Benavides se destaca por su liderazgo y por ser de esas luchadoras que llegaron al Distrito a escribir su propia historia:

“Llequé a Cali cuando tenía 17 años. Vengo de Bogotá. Mi mamá consiguió un segundo esposo que no nos quería, a mí y a mis hermanos. Mi papá la dejó abandonada con 5 hijos.

Cuando cumplimos los 15 años, nos fuimos de la casa, con mi hermana. Mi mamá vendía lotería y murió a los 42 años. Recuerdo que me vine a esta ciudad a trabajar donde una señora que al principio fue buena, pero luego me trataba muy mal, porque sabía que yo no tenía a nadie. Con ayuda de una vecina logré huir y encontrar otro trabajo donde me trataban muy bien, pero al señor le gustaba perseguir a las empleadas.

Un día llegó a la medianoche sin la esposa, yo le abrí el garaje y salí corriendo a encerrarme. Él gritaba que le abriera pero no lo hice. Y a los días me fui a otra casa a cuidar niños. Después me conocí con el que es mi esposo, y nos fuimos a vivir a una pieza en Saavedra Galindo.

El 3 de mayo de 1985 empezó nuestra historia acá. Nos avisaron que estaban invadiendo. Nos quedamos hasta el 20 de julio, porque hubo un problema cuando llegaron otras personas de la guerrilla, unos de las Farc y unos ‘elenos’ y quemaron un bus y eso se formó un conflicto que hasta metieron tanquetas del Ejército.

Ya teníamos parados los ranchos y no los tumbaron. Pero luego volvimos y en esa época ya estaban los muchachos del M-19 y nos empezaron a ayudar a armar las viviendas. El jefe de ellos se llamaba Edgar y su nombre popular era ‘Iván Darío López’; ellos explicaban cómo funcionaba la vida allí y la repartición de los lotes.

Recuerdo que era tanta nuestra necesidad que teníamos un televisor a blanco y negro y una grabardocita y eso fue lo que vendimos para conseguir los ocho mil pesos del lote. Lo pagamos y nos entregaron el 7 de agosto de 1985. Las puertas de nuestros ranchos eran los armarios.

Ya pues ahí, por esos días, empezó a llegar toda la gente a la invasión; al principio yo era una persona muy miedosa, pero cuando ya empezamos a trabajar con la comunidad perdí el miedo. Y me animé a liderar.

Empezó el barrio a poblarse y somos muy unidas desde entonces, tengamos los problemas que tengamos. Hemos trabajado con la junta y logramos construir la cancha, el parquecito. Y luego nos heredaron la sede comunal.

En los hogares tenemos conflictos, entre vecinos, a veces. En mi cuadra hubo un problema grande entre un hijo mío y uno de otra fundadora del barrio. Y pasamos muchas dificultades con eso. Las historias nuestras son muy largas, pero igual siempre he criticado a quienes dicen que las cosas malas que tienen los hijos las aprenden en la casa. Uno no quiere enseñarles cosas malas a los hijos. Otro de mis hijos, por ejemplo, es profesor de Incolballet. A Gloria Castro le gustó lo que hacía una vez que vinieron al barrio, y se lo llevó. Se llama Ricardo, ganó una beca y se quedó allá. Luego lo impulsaron para que se hiciera profesor de danza contemporánea. Hay unos hijos que son excelentes y otros que dan dolor de cabeza, pero si uno no pasa por un conflicto no es familia. Todas esas enseñanzas nos quedan siempre para la vida.

Sobre el Programa

'Yo no parí para la muerte' es un programa que apuesta por la prevención y mitigación de la violencia y apunta a la resolución pacífica.

Para su desarrollo se tiene en cuenta el enfoque de género dirigido hacia el empoderamiento desde su identidad como constructores de paz, y al fortalecimiento de su autonomía y de los valores para vivir en diferencia.
El cambio de realidades sociales para caminar hacia la reconciliación a nivel personal, familiar y social implican un proceso complejo, íntimo y atemporal que no puede ser presionado y está sujeto al perdón.

En el proceso se busca que los participantes puedan reconocer la necesidad de sanar.

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