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Flavio Gómez lleva 26 años siendo vigilante comunitario en el barrio Santa Teresita, en el oeste de Cali. Cada año renueva su credencial como vigilante comunitario. Desde su caseta comenta que en los últimos 15 años en la zona solo se han visto tres hurtos. | Foto: Foto: Jorge Orozco / El País

SEGURIDAD EN CALI

Vigilantes, la protección silenciosa de las calles de Cali durante la pandemia

Hoy los vigilantes no solamente tienen que preocuparse por los ladrones, también deben estar alertas de no contagiarse. Historias de hombres con nervios de acero.

24 de mayo de 2020 Por: Redacción de El País

En la calle no hay lugar para el temor. Al menos hoy, en tiempos en los que solo respirar fuera de casa se torna en un riesgo, para los guardianes de las cuadras, los barrios y conjuntos residenciales de Cali no hay tiempo para pensar ni huirle a enemigos invisibles.

Desde su casa en el corregimiento de Montebello hasta el barrio Santa Teresita, Flavio Gómez tarda una hora y media todos los días. A sus 65 años, los viajes, que inician a las 4:30 de la mañana, se convierten en una romería que en lugar de cansarle parecen recargarle de vida.

Allí, a la Carrera 2 entre calles 12 y 13 Oeste, llegó hace 26 años por recomendación de un primo que conocía a José Villaquirán, expresidente de esa cuadra. Villaquirán buscaba alguien que se encargara de ‘echarle ojo’ a las casas. Flavio llegó a probar suerte en este barrio del oeste de Cali luego de ser jardinero en Cosmocentro y trabajar como empacador de Jabones Varela. Nunca se fue.

Entonces, desde hace 26 años, de 6:00 de la mañana a 6:00 de la tarde, son seis las casas las que le pagan sus honorarios. Su oficina es un cubículo de latas blancas, vidrios y un par de tejas de zinc que no tiene más de un metro de ancho por uno de largo. Ese es su resguardo del sol, la lluvia desapacible y, por estos días, también le ayuda a guardar la distancia de quienes puedan contagiarlo de Covid-19.

Y aunque hace dos meses que el coronavirus encerró puertas adentro a los caleños, Flavio comenta que los primeros en volver a labores en el barrio han sido los cacos. Hace un par de semanas hubo “alborotos” cerca al Zoológico, lejos de su cuadra. Se activó la alarma comunitaria para que la Policía apoyara, pero nadie llegó y dos celulares cambiaron de dueño, cuenta el hombre, quien solo cuenta con un tapabocas y un pequeño bolillo para disuadir al crimen y al virus.

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A diferencia de la premisa original, ser vigilante comunitario implica mucho más que resguardar las propiedades ajenas de los ladrones, señala Flavio. En la cuadra también se encarga de hacer jardinería, limpiar la calle, ayudar a mover muebles en las casas, dar la mano ayudando a enfermos. “Hay que hacer de todo”, dice este hombre de carnes cobrizas oriundo de Timbío, Cauca.De ese “hacer de todo” sí que sabe Juan Carlos, uno de los vigilantes comunitarios de La Flora, donde está a cargo del cuidado de un par de cuadras en torno a una estación de Policía.

Por estos días, cuenta, sus labores de vigilancia también se han mezclado con la de hacer algunos mandados y hasta trasteos pequeños en su bicicleta. “Lo principal es la vigilancia, pero hoy cualquier pesito extra sirve para llevar alguito a la casa”, asegura este vecino del barrio Marroquín, quien inicia su turno a las 6:00 de la mañana.

Pero esos trabajos adicionales se unen a las rondas que hace cada media hora en bicicleta por las calles 45, 46 y 47, al igual que sobre la Avenida 4BN, para revisar que todo esté en orden, apacible. Pese a que durante esta cuarentena en el barrio no ha habido mayor barullo, uno de los retos que ha tenido que afrontar Juan Carlos ha sido el de parar intentos de ocupación de una casa abandonada, por parte de habitantes de calle.

“Uno nunca puede bajar la guardia, ni cuando no hay nadie en la calle”, asegura este hombre de 52 años que antes de cuidar manzanas enteras intentó ser ebanista, con tan mala suerte que una sierra cortó de un tajo los dedos índice y medio de su mano izquierda y, por ahí derecho, su sueño de hacer sofás y repisas.

Juan Carlos dice que hoy su mayor miedo no es estar en la calle exponiéndose a un contagio de coronavirus. “El verdadero temor es que la familia y el estómago no dan espera, toca salir a rebuscar cómo llenar la nevera”, afirma el vigilante, mientras lleva su mano al cinto para cerciorarse que su machete esté bien agarrado a la correa.

En el suroriente, en La Selva, tras el recibidor de una unidad residencial donde viven más de 300 familias, Julio Uní cuenta que si no fuera por la cuarentena no podría tomarse ni cinco minutos para una entrevista al mediodía.

“La gente solo está saliendo para lo necesario. Hay quienes piden mucho domicilio, pero cada residente debe recibir su paquete y portar tapabocas y antibacterial, porque las cosas no están para que haya mucho contacto”, dice el portero, mientras ajusta su tapabocas y aplica en sus manos un poco de alcohol; labor que se ha vuelto tan frecuente como contestar el citófono.

Julio es uno de los nueve vigilantes de este conjunto residencial en el que la seguridad ha tomado tinte de albergue, pues se está velando porque ni los adultos mayores ni los menores de edad salgan. Es más, para evitar que los niños estén en riesgo de contagio, se implementó un toque de queda: después de las 9:00 de la noche ningún menor puede estar fuera de su apartamento. ¿El castigo? Al tercer llamado de atención, sus padres deben pagar $280.000.

1700 vigilantes comunitarios se estima que prestan sus servicios en los barrios de Cali.

Entre tanto, desde el parqueadero de una casa en el barrio Arboledas, Enrique Sandoval dice que si no hubiese sido porque dos médicos que viven en la cuadra que cuida piden permiso a la Policía para que pudiera trabajar durante la cuarentena, estaría comiéndose un cable en casa.

Él es el encargado, desde hace tres años, de vigilar once casas en la Carrera 2Bis. Por eso estas semanas, cada que ayuda abriendo la puerta de algún garaje o recibe llaves no tarda un segundo en desinfectar sus manos con gel antibacterial. Su pequeña caseta azul tiene sesión de limpieza cada ocho días.

“Ahora hay que tener precaución, pero no miedo. Jamás imaginé que tuviera que cuidar a los demás y a mí mismo de un virus”, cuenta Enrique, quien confiesa que por estos días el mayor desgaste no es mantenerse alerta sino movilizarse, pues antes solía bajar y subir a su casa en Terrón Colorado en guala, pero para prevenir el asomo de la enfermedad prefiere hacer los viajes a pie. Mueren muchos más de los confiados que de los recatados.

Bien sea con un bolillo, un machete o un pito, los vigilantes continúan pasando días y noches en vilo para que los demás duerman tranquilos. Todo, mientras se exponen para cumplir su responsabilidad, en medio del agobio de un enemigo invisible.

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