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Conozca la historia de Juan Carlos Llano, el cardiólogo del tiempo

Hoy, entre pantallas digitales y cronómetros atómicos, aún hay hombres que luchan por mantener vivo el oficio del relojero. Perfil de un hombre que la da tiempo al tiempo.

11 de junio de 2013 Por: Heinar Ortiz Cortés | Reportero de El País

Hoy, entre pantallas digitales y cronómetros atómicos, aún hay hombres que luchan por mantener vivo el oficio del relojero. Perfil de un hombre que la da tiempo al tiempo.

El tío abuelo de Juan Carlos Llano era uno de esos magos que hay en todo pueblo. A comienzos de los 80, en Caloto, norte del Cauca, era el único capaz de poner a funcionar de nuevo una licuadora, de hacer calentar una plancha o una estufa o de darle de nuevo voz a un radio averiado.También era una suerte de mago del tiempo. El tío abuelo era el único que podía poner a girar de nuevo el reloj de la Iglesia Niña María, cada que el tiempo se le acababa y caía en un coma profundo que le quitaba la movilidad.Entonces el viejo tenía que subir a la torre del reloj, haciendo malabares entre escalones endebles, en medio de mierda de paloma y murciélagos, para revivir el gigante que daba la hora desde lo alto. Para poner a latir de nuevo el corazón de Caloto.Desde abajo, Juan Carlos, un niño de 8 años, miraba con una curiosidad que le quitaba el sueño. Se preguntaba cómo podía un solo hombre, el tío abuelo, arreglar algo tan grande. Algo que parecía tan perfecto.Por eso siempre quiso subir a la torre con él. Que le enseñara a arreglar el reloj, como le había enseñado a desbaratar pilas para cambiarles el carbón o a manejar el cautín para reparar pequeños aparatos electrónicos.Pero el tío abuelo nunca quiso. Decía que era muy peligroso y que él era muy pequeño. Que le podía pasar algo. Si se caía desde lo alto de la torre muy seguramente moriría.Perdería todo el tiempo que la vida le tenía destinado, por tratar de ver cómo un viejo le regalaba algunos meses más al reloj de Caloto, que cada vez palpitaba con menos fuerza. Por ver cómo ocurría la magia del tiempo.***Juan Carlos, ahora con 40 años, se detiene en su relato. Un sonido dulce y metálico interrumpe. Suenan unas campanas que tocan una canción. “Es el Himno Nacional. Mire, es ese reloj de allá”, dice el hombre, señalando hacia un imponente reloj, incrustado en un cajón de madera al que le cuelgan varios tubos dorados.Los toques que daban la melodía del himno anticiparon cientos de campanadas, afinadas a la perfección. Las manecillas marcaban las 6:00 p.m. y en el taller del relojero se formó una sinfonía de tonadas brillantes.El taller de Juan Carlos queda en el primer piso de una casa de dos plantas, ubicada en el barrio Santo Domingo, en el sur de Cali. Son un par de habitaciones donde todo hace referencia al tiempo: las paredes están tapizadas con decenas de relojes de todo tipo. Además, hay herramientas, pequeños repuestos, tornos, lámparas, mesas y libros que, por supuesto, también hablan de relojería.En la parte de atrás del taller, en el resto de la casa, vive con su familia: sus hijos Andrés Felipe, Daniel Alejandro y Juan David, y su esposa María Eugenia León, quien además es su asistente.“De esos, por mis manos han pasado más de 1200”, dice, mirando los relojes que están sonando en las paredes.Entre ellos relojes de antaño. Como el fusee de la Selva Negra, de 1750 aproximadamente, que funcionaba con un autómata que tocába una campana. O como los relojes Bahnhäusle cucú, fabricados en Alemania por artesanos durante los inviernos, entre 1840 y 1850. O como el reloj que mandó a reparar hace poco el alcalde Rodrigo Guerrero, una reliquia de 1890 que se encontraba abandonado en algún rincón del CAM.Por las manos de Juan Carlos también han pasado relojes de gran tamaño, como el de las iglesias de Guatarilla y Túquerres, en Nariño, y las de Guacarí y Toro, en el Valle. También el reloj de la torre del Colegio Santa Librada, en Cali. Además, ha realizado adecuaciones en templos tan importantes como el de Las Lajas, en Ipiales, y en La Ermita. De hecho, el pasado 16 de mayo, este relojero fue el encargado de poner a sonar de nuevo las campanas de la tradicional iglesia de los caleños, mientras se inaurugaba la megaobra de la Avenida Colombia.Después de varios segundos de la tonada brillante, hubo silencio de nuevo en el taller. Un silencio inconcluso, arrullado por el incesante latido de los relojes. El hombre retomó el relato.“Yo he revisado ya más de 40 relojes grandes, como los de torre de iglesia. De esos he restaurado siete. El primero, fíjese usted, fue el de Caloto, por allá en 1997”.***Qué paradoja: a Juan Carlos Llano no le queda tiempo. Toda la semana se la pasa enclaustrado en el taller, a excepción de los miércoles, día en que sale a recibir trabajos que prestigiosas relojerías de la ciudad le solicitan hacer para sus clientes.El relojero dice que funciona como un 'outsourcing', donde ellos mantienen sus clientes y él, trabajo. Porque para poder sobrevivir ejerciendo este oficio, no solo se debe saber de relojes.A comienzos de los noventa, Juan Carlos comenzó a trabajar como mensajero en una prestigiosa tienda de relojes que tenía un familiar suyo en el centro de la ciudad, sobre la Carrera 5 entre calles 10 y 11. Ahí fue ascendiendo y aprendiendo, empapándose de todo lo que concernía a relojes de pulso, a la par que adelantaba sus estudios en Administración de Empresas en la Universidad del Valle.Luego aprendió a trabajar relojes mecánicos y eléctricos grandes, los de pared y los de exteriores. Y por doce años, Juan Carlos alternó su labor en la parte administrativa en la relojería de su familia con trabajos esporádicos como independiente.Pero en 2008 todo cambió. La clientela dejó de ser selectiva y fue creciendo, al punto que dejó de ver la restauración de relojes antiguos como un 'hobbie' y se convirtió en una verdadera opción laboral. Entonces, consiguió proveedores de piezas originales en Alemania, Estados Unidos, Francia y España, y, basado en sus conocimientos como administrador, montó su propia empresa. Decidió dedicarle todo su tiempo al tiempo.Porque el oficio de ser relojero es así. Se pasa el día, desde el amanecer hasta el anochecer, regalándole horas a los segundos: dándole forma a piñones, rectificando piezas, adecuando bujes, ajustando guayas. Incluso construyedo corazones.Para Juan Carlos, los relojes también tienen corazón. Una pieza que llaman coloquialmente el tambor; una pequeña caja donde va enroscado en un eje el resorte que conserva la cuerda y distribuye el movimiento a todo el sistema.“Haga de cuenta como el de los humanos, los corazones de los relojes se desgastan. Entonces es como hacer una cirugía a corazón abierto. La pieza se saca y se rectifican los rodamientos. Pero eso tiene que ser con mucha precisión. Si no se hace perfecto, el reloj nunca va a funcionar de nuevo. Si queda mal hecho el arreglo, las manecillas se frenan o las campanas no suenan cuando deben”, explica Juan Carlos.Por eso, el taller de Juan Carlos tiene muchos enfermos del corazón. Y entonces, ser relojero se convierte en un oficio quirúrgico. Un cardiólogo del tiempo que le toma el pulso a los momentos.Pero como él, relojeros de antaño, quedan pocos en Cali. Se pueden contar con los dedos de la mano, dice Juan Carlos. Los cirujanos del tiempo son hoy en día una especie en vía de extinción.*** En 1984, el corazón del tío abuelo dejó de latir. Se quedó sin cuerda. Sin tiempo. Y con su ausencia, sin tener quien lo restaurara, el viejo reloj de la Iglesia Niña María de Caloto también dejó de latir. Se quedó sin cuerda. Sin tiempo.Un reloj en coma. Arriba, más elevado que cualquier casa de la población, sobre la torre de ladrillo y más alto que las campanas, quedó el cadáver insepulto del corazón del pueblo.Así estuvo por más de trece años, deteriorándose cada vez más, llenándose de mugre y grasa. Hasta 1997, cuando Juan Carlos regresó. Ya no era el niño de ocho años que añoraba conocer los misterios que se escondían detrás de la pantalla del viejo e imponente reloj. No: ahora tenía 24 y ya sabía cómo ocurría la magia del tiempo.No obstante, nunca había reparado uno de ese tamaño. Juan Carlos sabía de relojería de pulso pero nunca antes había subido si quiera a una torre de iglesia. Pero eso no importó. El cardiólogo de los relojes tenía una cita con el tiempo. Una cita pactada desde que era niño y veía los segundos pasar, desde abajo.Entonces, como hacía el tío abuelo en los ochenta, siguiendo un legado, saldando una deuda, Juan Carlos subió a la torre del reloj, haciendo malabares entre escalones endebles, en medio de mierda de paloma y murciélagos, para revivir el gigante que daba la hora desde lo alto.Y pudo volver a poner a latir el corazón de Caloto.***Los relojes del taller de Juan Carlos dan una nueva campanada. Son las 6:45 p.m.. Ahora, el hombre sostiene un libro en sus manos. Se llama 'Trabajos de Ajuste y Torno en la Relojería', un tratado sobre el oficio escrito por el maestro relojero Pedro Germán Belda Glez, en España, en 1967.Juan Carlos lo abre y comienza a leer: “Siempre me ha producido un efecto detestable el rebajar los trabajos manuales, porque he sentido muy sinceramente un amor a mi profesión... Quisiera contagiarte del amor que siento por la profesión. No debes avergonzarte de ser relojero, sino de ser un mal relojero. Haz de sentirte capaz de sentir alegría de alentar vida en las menudas máquinas para medir el tiempo, y con esta labor de tus manos, allegar para tí y los tuyos el sustento”.Con el punto final, Juan Carlos explica que ser relojero antes otorgaba cierto prestigio. Algo que se ha perdido con el tiempo, con los relojes digitales abaratados y las pantallas de los celulares y computadores que muestran la hora.Pero él prefiere no mortificarse. Prefiere más bien tomar el mensaje del autor del libro. Y dice estar orgulloso de ser relojero. Por eso, asegura, le gustaría, si alguno de ellos quisiera, que uno de sus hijos siguiera su camino. Que fuera un cardiólogo del tiempo.

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