Piedad Bonnett explora en ‘Donde nadie me espere’, el drama de la indigencia. Pero no lo simplifica como un asunto de drogadicción, ni lo reduce al plano de la enfermedad mental, sino que elige un ángulo aún más inquietante: a cualquier familia puede pasarle que uno de los suyos, bajo el peso de las expectativas o la desesperanza, prefiera dejarse ir.

Bonnett nos entrega una novela sucinta, lacónica, que da cuenta de su depurado trabajo narrativo; una ficción con la que se deslinda, y de qué manera, de la ruta autobiográfica de su novela más importante hasta el momento, ‘Lo que no tiene nombre’, basada en la experiencia desoladora de perder a un hijo y que resonó con potencia en el alma de miles de lectores a lo largo del mundo.

Ahora, en ‘Donde nadie me espere’, la autora se adentra en la voz y el alma de un joven frágil, a quien la vida le pesa de manera desmedida, y que por distintas razones pierde a las únicas personas que lograban retenerlo en el mecanismo giratorio de una vida funcional, cuyas grietas el protagonista explorará a través de dos herramientas tan afiladas como un escalpelo: la escritura y el dibujo, la palabra articulada que nos permite pensarnos a nosotros mismos y la expresión gráfica que traduce sin necesidad de palabras lo complejo y efímero de la naturaleza.

Como un espejo iluminado que nos interpela como lectores, esta novela tan breve como contundente desnuda las masculinidades frágiles y las cicatrices que las familias maquillan; pero también nos plantea, como toda buena literatura, una pregunta universal sobre la condición humana: ¿Y nosotros? ¿A cuántos golpes, giros y pérdidas estaríamos de caer al abismo?

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Cómo influye el oficio poético en usted, cuando escribe novela.

La poesía es un oficio que está tan interiorizado en mí, tan presente, que es ineludible. Hay una mirada poética sobre el mundo, pero me interesa que la novela sea novela y no prosa poética. Pero los que más disfruto son los autores de prosa muy cuidada, como Proust, Nabokov, John Banville, y es lo que quiero hacer con la prosa. La poesía está en el trasfondo de todo en el arte, no solo en la literatura.

Su personaje principal en ‘Donde nadie me espere’, un chico con una historia familiar muy dura, de carencias emocionales, decide escribir. ¿Para comprenderse mejor? ¿Para reconstruir el hilo roto del relato de su vida?

Es un muchacho lleno de cicatrices, y lo que hace es una disección de su pasado, es escarbar, es remover el dolor. Lo que hace el escritor es bucear en la vida y hacer las paces con ella. Es terapéutico para el muchacho escribir, y por otra parte es una ambición postergada. Mi personaje toma el toro por los cuernos: escribiendo enfrenta la realidad más íntima. Es una metáfora de la posibilidad de hundir el dedo en la llaga e ir sanando mientras escribe. Él está muy lacerado, herido, y la escritura lo conecta con la tierra.

Se trata de una novela corta, ¿cómo logra la contención necesaria para entender que el final de la novela ha llegado, en lugar de seguir añadiendo capítulos y capítulos nuevos?

Hay que saber ver el agotamiento de la historia. El declive de la curva narrativa. Lo siento con todos mis libros. Es un indicador de que esto no puede seguir. No puedo postergar una existencia. No puedo irrespetar al lector con ampliaciones innecesarias. Hay que reconocer cuando el relato se va agotando.

¿Qué dificultad o reto de investigación le planteó, como escritora, una novela que se adentra en el universo de las adicciones y las rehabilitaciones, o el caso de personas jóvenes que por diversas circunstancias terminan como habitantes de la calle?

Este es un universo que no conozco del todo, porque vivo en una especie de burbuja, en un mundo protegido.

La calle, la indigencia, la carretera, no hacen parte de mi experiencia personal, así que tuve que reflexionar sobre el lenguaje por medio del cual debía dar cuenta de eso. La búsqueda de las formas literarias y de la verosimilitud me dieron mucho trabajo. No me interesaba una inmersión en el mundo de la indigencia; me interesaban los silencios, sugerir cosas, meterme en el alma del personaje. No quería solo páginas y páginas sino lograr una novela lacónica y verosímil.

¿Qué aspecto le resultó más interesante explorar, en relación a la psiquis de un indigente, a medida que escribía esta novela?

El hecho de que el indigente es una persona que se rinde bajo el peso de la realidad. Eso puede pasarle a cualquiera de nosotros. Nos enseñan a ser decentes y a cumplir con una ética y unas estéticas, pero cuando una persona no quiere asumir más ese peso “abandona”, y eso siempre me ha inquietado. La preocupación por la caída en la indigencia ha estado presente en mí desde hace mucho tiempo. Y cuando en la calle veo a un muchacho de 25 años, indigente, rodeado de sus perros, no lo simplifico en la idea de la drogadicción. Me pregunto por qué quiso romper de forma tan radical con su pasado, con sus expectativas y sueños. ¿Qué lleva a una persona a ese límite?

Entonces su aproximación al universo de la indigencia es más profunda, más humana si se quiere…

En nuestra cotidianidad no vemos a los ojos a los indigentes, nos cambiamos de acera porque ellos nos incomodan, o les tememos. Hay mucha gente que no tiene los recursos para enfrentar la cotidianidad, yo noto esa pulsión a menudo, en muchachos que se me acercan a contarme sus cosas. Si no fueran valientes se quedarían dormidos todo el día.

Todos los seres a veces queremos rendirnos, abandonar, ante la realidad tan dura de la ciudad, del país, de la cotidianidad. En el fondo, con esta novela no quise reducir el conflicto a una enfermedad mental como la depresión. Yo veo dramas como el de mi personaje, muchachos normales que están al borde de derrumbarse. Incluso he tenido que sostener a algunos muchachos sin fe en la vida. Eso motivó esta novela.

Su protagonista, Gabriel, habla en primera persona para dejarnos entrar a su pensamiento sin el filtro de un narrador omnisciente. Nos revela de primera mano su sensibilidad y su confesión de derrota. ¿Cómo fue el ejercicio de entrar en la voz de este personaje masculino?

No fue tan difícil. Quise explorar la fragilidad en la masculinidad. Y las mujeres, la madre, la hermana, sosteniendo a esos hombres frágiles que no creen en sí mismos. Mi personaje principal tiene una sensibilidad alta y no se siente obligado a seguir un mandato de masculinidad. Los hombres evasivos son casi todos, porque se les ha enseñado que no deben mostrar el sufrimiento y los han acorazado. Mi personaje solo al escribir enfrenta el dolor de sus fracasos.

¿Cuántas capas de escritura tuvo esta novela?

Me debatí entre la primera y la tercera persona. Yo quería que el lenguaje de mi personaje se mostrara al borde de la confusión. No quería una de esas novelas que dicen cómo piensa el personaje. Quiero que el lector se meta en la su cabeza del personaje y no sepa qué es real y qué no lo es, y que dude: ¿Sí será que van a venir por él? ¿Sí será que lo están persiguiendo?

¿Reescribe?

No reescribo. No me doy la licencia de seguir hasta que el párrafo no esté listo. Mis novelas más que de reescritura son de relectura. Esta la dejé reposar dos meses. Leo la novela tres o cuatro veces, reviso el tono, veo con claridad lo cursi, lo ridículo, lo que sobra. Después de releer mi novela se la di a Giuseppe Caputo, que es un lector extraordinario. Él me preguntó por el hambre de mi personaje: “Está en la indigencia, seguramente lleva tiempo sin comer”, dijo. Tenía razón. Inserté las sugerencias y dije “no más”.

Por la potencia de obras suyas como ‘Lo que no tiene nombre’, lectores, periodistas y críticos tienden a buscar ingredientes autobiográficos donde no los hay, o conexiones no relevantes con sus novelas pasadas.

Hay lectores que quieren ver aquí una segunda parte de ‘Lo que no tiene nombre’ pero, por el contrario, yo necesitaba salir, y salir bien, de la mejor manera posible, de esa novela. Mi manuscrito final de ‘Donde nadie me espere’ tenía 80 páginas, no ahondo en los diálogos, buscaba escribir una novela poética, sugerente y conmovedora, pero para nada realista, y por eso metí lo fantasmagórico, porque no quiero el realismo craso de las novelas de la violencia. Me interesaba mostrar cómo una ruptura desata una condición psíquica que incide en la realidad como una bola de nieve. Al final dejé la muy puerta abierta a la interpretación del lector.

Aunque esta nueva novela es ficción, ¿toma elementos de su cotidianidad para construir personajes?

Para esta nueva novela me guié por la intuición, no por lo autobiográfico, pero se me ocurren a veces pequeños gestos que tomo de lo cotidiano. Al padre, cuando lo imaginaba, sin proponérmelo apareció la cara de alguien que conozco. Me imaginé la casa inamovible, con cosas que parecen puestas allí desde siempre, con una inercia interna. Esa esposa que se casó con el hombre equivocado, y ese amigo de la familia que se encarga de rescatar al muchacho, ¿por qué lo hace? ¿Hubo algo entre esa mamá y ese hombre?

¿Por qué, además de escribir, su personaje dibuja? ¿Por qué esa necesidad de graficar sus emociones?

Un día un muchacho me escribió una carta en que me contaba que no estaba bien. Me dijo que subía a la terraza solo y dibujaba y dibujaba por horas. Yo me puse a pensar en lo compulsivo que hay en un dibujante. El dibujo es otra manera de apropiarse del mundo, distinta a la escritura. Ese gesto de dibujar es incorporador y vinculante, porque cuando dibujas la naturaleza, por ejemplo, te haces consciente de que eres parte de ella, y a la vez te confiesas: “Soy efímero”, “tengo el monstruo adentro, como la naturaleza”, y esa es una idea consoladora.

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Sobre la novela

Gabriel ha renunciado a la normalidad de la vida. A sus 31 años inicia esta narración en la que vuelve sobre sus pasos para intentar descifrar cómo ha llegado a convertirse en el hombre que es ahora.

Un relato intimista con el que la autora consigue penetrar en el oscuro universo de la adicciones y los procesos de rehabilitación, y en la soledad de esos seres que renuncian a la normalidad de la vida para sumergirse en una dolorosa exploración de sus deseos.

«Bajo el cielo desnudo, con los pies deshechos, aliviado de despertar de una pesadilla, me sentí ingrávido, casi libre de mí y del mundo del que venía huyendo desde siempre, pero también errático, jalado sólo por la inercia y por el desasosiego», escribe.

Sobre Piedad Bonnett

Licenciada en Filosofía y Literatura por la Universidad de los Andes.

Tiene una maestría en Teoría del Arte y Arquitectura de la Universidad Nacional.

Ha publicado nueve libros de poemas y varias antologías, seis obras de teatro y las novelas ‘Después de todo’ (2001), ‘Para otros es el cielo’ (2004), ‘Siempre fue invierno’ (2007), ‘El prestigio de la belleza’ (2010) y ‘Lo que no tiene nombre’ (2013), relato íntimo y sobrecogedor en torno a la muerte de su hijo.