LITERATURA
Reflexiones poéticas alrededor de una canción de Atahualpa Yupanqui
Un acercamiento desde la canción popular a la poesía universal. Un ensayo tomado del libro ‘12 de puertas’. Ensayo.
De la iniciativa de vincular canción popular y poesía sin el prejuicio construido entre el arte popular y culto; elijo canciones populares como vehículo introductor a doce temas centrales que dan cuenta de experiencias cotidianas y humanas: el amor, el odio, la hermandad, etc., y cómo esas temáticas han sido expresadas o construidas desde la poesía, desde el inmenso cuerpo de escritura u oralidad que hemos heredado. Así nace este ensayo.
Los ejes de mi carreta
Canción del folklore Argentino. Autores: Atahualpa Yupanqui y Romildo Risso. Año: 1965.
Porque no engraso los ejes
me llaman abandonao...
Si a mí me gusta que suenen,
¿pa’ qué los quiero engrasaos?
Es demasiado aburrido
seguir y seguir la huella,
andar y andar los caminos
sin naide que me entretenga.
No necesito silencio,
yo no tengo en quién pensar.
Tenía, pero hace tiempo,
ahura ya no tengo más.
Los ejes de mi carreta
nunca los voy a engrasar...
En un poema John Donne afirma que “nadie duerme en la carroza que lleva de la cárcel al patíbulo”, así el carretero de Atahualpa, consciente del eterno repetirse de las cosas, solo busca no pensar en el camino y distraerse así en el sonido, ya que sabe que no abandonará la ruta que le fue impuesta. Las ruedas que giran sobre marcas de ruedas anteriores, unas detrás de otras, son la imagen precisa que la canción utiliza: nuestra vida, delineada sobre cánones ya establecidos, puede haber llegado a ser este desenvolvimiento infinito de las ruedas, y el hombre en el comando, con las riendas, que “ya no tiene en quién o qué pensar”, repetido también, uno tras otro. Parece que la única decisión a tomar por este hombre es engrasar o no los ejes, una pequeña rebeldía contenida se adivina en su gesto de no hacerlo, este hombre no quiere, o no puede, dormir el camino que lo llevará a su muerte.
Pocas canciones populares tan ricas en sugerencias que, desde la más estricta sencillez formal, apuntan a retratar una zona de la experiencia humana: la soledad profunda ante un destino que parece cerrado, empaquetado, y listo para ser consumido. También está la imposibilidad de evitar el destino como no sea en la distracción que lleva en su apariencia algo de rebeldía, pero que se reafirma en cada avance o giro de la rueda. Es la tristeza de una persona que ya no tiene por qué o a quién rebelarse, solo, con una desolación que lo lleva a estar allí ajeno a sí y, por esto, más integrado a su destino solitario.
La pregunta por el destino ha inquietado desde la antigüedad a la humanidad y, por lo tanto, está presente en la poesía; ya en el muy antiguo Poema de Gilgamesh (Anónimo), tal vez el más antiguo poema épico que se conserva, compilado en el segundo milenio antes de Cristo, Gilgamesh para animar a Enkidu a entrar en la batalla dice:
“¿Quién amigo mío, saldrá vencedor de la muerte?
Sólo los dioses viven eternamente al lado de Shamash;
los hombres tienen contados sus días;
todo cuanto hacen no es más que viento”.
Es un determinismo pleno, donde los hombres tienen contados sus días en manos de los dioses. Más adelante, de hecho, son los dioses los que deciden la muerte de Enkidu sin una razón más importante que su ira. Sin salir de Oriente, en la, un poco más joven, Bhagavad-Gita (o Canto del Señor) (Anónimo) leemos una postura clásica dentro de la cultura hindú que intenta superar el determinismo trágico: el individuo no debe preocuparse por el fruto de sus empresas, sino de la experiencia de cada una de ellas.
“¡Que tu afán sea por la acción, jamás por sus frutos!
No actúes pensando en los frutos de tu acción,
no te apegues tampoco a la inacción.
Has tus acciones, oh Dhanañjaya (Arjuna)
afirmándote en el Yoga: abandonando todo apego,
igual frente al éxito y al fracaso.
Esta indiferencia es llamada Yoga.
La acción es en mucho inferior
a este Yoga de la mente, oh Dhanañjaya.
Busca refugio en tu mente.
Son dignos de lástima
quienes actúan pensando en los frutos de sus actos”.
El carretero de la canción de Atahualpa parece conservar algo de la pureza del desprendimiento de los frutos de las acciones que pregona el Yoga. Sin embargo, este desprendimiento consiste en hacer a cada instante lo que se considere mejor, sin caer por ello en la inacción, es allí donde la figura del carretero es más triste y más cercana a la nuestra en Occidente, ya que lejos de ser un hombre consciente, el carretero busca la distracción del sonido y no quiere pensar, afirma ya no tener en qué (o quién); y sin la reflexión sobre su cotidianidad está atrapado en ella como una rueda en un surco profundo: el retrato de nuestro evidente sin sentido.
Un poema que enuncia esta división entre deseo y acto que engendra la desesperanza y el sin sentido contemporáneos donde el alcance inmediato de nuestras acciones se nos escapa (ya Walter Benjamin señalaba cómo en la modernidad los objetos fabricados en una línea de producción carecen de aura, el sello de su individualidad, pues a diferencia de los productos artesanales el operario de una fábrica carece de la visión inmediata de conjunto, del resultado inmediato de su acción y su sentido), es el siguiente de T.S. Eliot, donde la voz poética, aun reconociendo las fuerzas que le formulan y encasillan en un destino ajeno y agresivo se muestra incapaz de enfrentarlas.
Canción de Amor de J. Alfred Prufrock, fragmentos:
Y he conocido ya los ojos, los conozco todos—
los ojos que te miran fijos en una expresión formulada,
y cuando esté formulado, despatarrado en un alfiler,
cuando esté clavado y retorciéndome en la pared,
¿cómo empezaría entonces a escupir todas las colillas de mis días y maneras? Y ¿cómo podría hacerme ilusiones? (...)
¿Diré que he pasado al oscurecer por estrechas calles
observando el humo que se eleva de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa
asomados a la ventana?
En este fragmento del poema hombres solitarios se asoman a sus ventanas porque adentro ya no hay nada, y afuera, el paisaje es ajeno: en calles estrechas desde el edificio solo se verán otros y, con suerte, personas que también se asoman, pero no les podrán decir nada porque el desaliento los ha desnudado de lenguaje para comunicar la experiencia, entonces, si acaso, les repetirán las mismas frases que ya no significan nada: “Hola, buenos días, ¿cómo está?”. Incluso la misma voz del poema de Eliot parece haber renunciado a algún sentido y comprende que no se trata en sí de nada importante, su canto, como el del carretero, es la exteriorización de una carencia.
La magia de la palabra es tal que este carretero imaginario, que solamente vive en una canción que se escucha en no más de tres minutos, seguramente seguirá viviendo cuando nosotros no; de la misma manera que Endiku que nació hace más de cuatro mil años. Incluso los humildes personajes de nuestros ejercicios literarios tal vez revivan cuando alguien los lea después de que ya no estemos. Este es uno de los muchos misterios de toda creación, por pequeña que sea: los hombres de Eliot en camisas de mangas cortas siguen asomados a sus ventanas viendo delante de ellos un universo que puede ser el de nosotros o cualquiera.
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Nikai Igaido nació en 1985 en Roldanillo (Valle del Cauca, Colombia). Hizo estudios de literatura en la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), y es fundador del espacio cultural juvenil Casa Abierta, en su ciudad natal. Después de una gira por Latinoamérica, en 2010 decidió radicarse en Buenos Aires (Argentina), donde dirige la editorial artesanal e independiente ‘El ojo de la vaca’. Otro de sus libros es ‘Hilo soñado’ (Ojo de poeta, 2018).