Hace pocos días terminé de leer la novela ‘Limbo’ del escritor barranquillero John Templanza Better, al mismo tiempo empezaron a circular imágenes de miles de italianos y españoles confinados en sus casas a causa de la pandemia que asola el mundo.

Se trataba de una sola visión apocalíptica, ya manida en el cine, pero que al acercarse a Colombia fue creciendo hasta convertirse en un ser monstruoso que, a diferencia de ojos, tenía espejos gigantes en sus múltiples cabezas. Su mirada no reflejaba nuestra realidad, sino una suerte de distopía, un vaticinio sobre lo que serán los días venideros; reflejaba el tiempo que avanza dando zarpazos devorando hombres y mujeres, reflejaba la muerte próxima de cada uno de nosotros si salíamos a la calle.

Entonces, en este lado del mundo, debimos guarecernos para escapar de aquellos ojos-reflejo y quedarnos en casa, pues la muerte rondaba las calles arrojando exhalaciones desenfrenadas porque estaba hambrienta.
Mejor dicho, cuando mi esposa me preguntó sobre mis impresiones tras leer ‘Limbo’, le respondí que sentía en la boca un regusto a sangre y tierra, que el miedo trepidaba por mis piernas, porque si dábamos un paso en falso podríamos morir; pero, tras reflexionar un poco, mientras ella preparaba sus clases virtuales de química a muchos jóvenes de un sector deprimido de Bogotá que quizás no tengan acceso a internet, le dije que no era propiamente temor a la muerte lo que sentía luego de leer la novela, sino a aquello que viene después, si es que existe algo, si es que después de la vida hay algo más para el que muere.

A raíz de la pandemia y de la lectura del libro intenté hacer una genealogía de mis más grandes temores. Cuando era niño sentía miedo de la noche, de la oscuridad que abría sus fauces y me devoraba. Peor cuando llovía y los truenos fustigaban el cielo nocturno porque creía que de esa oscuridad y de esos haces de luz saldrían seres monstruosos a acabar con nosotros. Entonces corría a mi cuarto y me ocultaba debajo de la cama.

En mi juventud temí a la muerte de mis seres queridos, y cuando mi tía abuela murió me vi dando zancadas por el barrio Teusaquillo a altas horas de la noche para intentar llegar al hospital donde agonizaba. El corazón desbocado me asfixiaba y la desolación de esas calles adyacentes al centro médico se convirtieron en una metáfora de lo que sería mi vida en adelante.

Y en mi adultez incipiente —quizás porque no he querido aceptarla para no aceptar del mismo modo la carga de la muerte sobre mis horas—, me he sentido despojado de ese temor insano sobre lo desconocido, o lo siniestro freudiano, y aquel phóbos del que habló Platón en su Laques, el que Ulises manifestó luego de que huyera de sus enemigos, que detonó en todos los problemas sociales y políticos de nuestro país.
Es decir, mi miedo estaba fundado en todo aquello que no hacía parte de mí, pero que no tenía una forma objetiva, sino que se disfrazaba en los modos de subyugación a los que estamos sometidos de manera consciente o no.

Sin embargo, tras ver las imágenes de los miles de enfermos por el Covid-19 hacinados en los pasillos de los hospitales, los videos de los médicos que aterrorizados piden a sus ciudadanos quedarse en casa porque ningún ser humano está preparado para una lucha tan desigual contra la muerte y, luego de leer ‘Limbo’ resurgieron esos miedos antiguos a lo desconocido que me habitaban.

De una forma u otra la novela de John me devolvió a mi niñez, cuando temía a esos personajes siniestros y monstruosos que rompían la realidad: las hermanas duplicadas, dos gemelas ancianas de setenta años y albinas, que vivían en un viejo y terrorífico caserón donde ayudaban a atravesar el limbo a los niños muertos que no alcanzaron a recibir el bautismo. El hombre de la sal en los bolsillos, un desquiciado y asocial, de nombre Cristian Nerval. El niño hermafrodita que vive en casa de las hermanas duplicadas. El hombre cuervo que recita su croc, croc, como si se tratara de un responso diabólico.

Kassandra Larkv, el fenómeno bicefálico Frank/Ron, el pintor Andru S., y otros más que viven o se encuentran, cumpliendo con sus trágicos destinos, en aquel pueblo maldito y olvidado de la mano de Dios.
Crisantemo es el nombre del pueblo, un lugar fantasmal donde “no hay nada en su arquitectura digno de ser resaltado; —dice el autor— a lo mejor la iglesia. Es inevitable en un lugar desolado como este percatarse de la enorme cruz hecha con huesos de aves marinas reposando sobre la cúpula; que ciertas noches de luna llena hacen ver el templo como el más terrorífico de los lugares”.

Así, John logra edificar con imágenes poéticas y potentes este pueblo pestilente y fantasmagórico que se erige en la imaginación oculto tras capas neblinosas, donde el silencio de las noches se despedaza por el golpeteo de aves endrinas que se posan sobre los viejos tejados de las casas, y al que arriban seres del más allá a exigir cobros por el tránsito de las almas.

Por otro lado, ‘Limbo’ me hizo sentir inseguro, mortal, perdido entre sus páginas. Gorgias, el filósofo griego, citado por Plutarco, dijo que “la poesía es un engaño, en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar más sabio que quien no se deja engañar”; y al tratarse de una novela de terror me dejé llevar por las escenas escalofriantes de violaciones metafóricas y asesinatos por manos invisibles que se fueron decantando lentamente en mi espíritu.
Sabemos que la función primaria de la literatura de terror recae en el lector, pues se busca generar miedo —tan distinta sensación a la sorpresa brindada por los giros narrativos—, pero los lectores del siglo XXI tan acostumbrados a las estratagemas de los medios audiovisuales ya no nos sorprendemos ni nos asustamos con facilidad ante la ficción, así que lo importante es inocular aquel temor y que crezca adentro, como si se tratara de un virus, que es lo que produce ‘Limbo’, una pesadilla dantesca que crece a medida que pasa el tiempo, y se adueña de las imágenes previas del lector para alimentar a sus personajes.

Es por esto, por lo que, con una estructura disruptiva, ‘Limbo’ pretende —hasta lograrlo—, romper el mundo ordinario de nosotros los lectores, hasta sacarnos de la pasividad de nuestros días, pues sus personajes aparecen y desaparecen por sus páginas dejando una estela de incertidumbre —también tan distinta al misterio—. Sus distintos narradores juegan con el lenguaje poético, dotando a la obra de una belleza macabra, y presentando con exactitud los acontecimientos que se desenvuelven por caminos distintos, pero que se aúnan para darle total cohesión a la historia.

Ahora bien, luego de la pregunta de mi esposa sobre el libro, de permanecer por más de una semana parapetado en casa viendo a través de los medios cómo se transforma el mundo en un lugar desconocido, quizás más bello y pleno para la naturaleza, pero también más tenebroso para el humano, pensé en que no todo se acaba cuando se acaba, en que la vida debe de seguir para los que sobrevivan y que el limbo es un estado permanente de angustia, porque es lo más cercano que tenemos los vivos al morir, puesto que allí habita nuestra incertidumbre.

Porque el limbo, concluí tras terminar de leer la obra, representa la inocencia sustentada en una serie de ritos sociales y religiosos, pero también una prueba del miedo que nos produce estar vivos.
Para finalizar, le conté a mi esposa que estos días me he despertado en la madrugada, como regularmente lo hago, me he detenido frente a la ventana, y en el duermevela he visto la ciudad arder bajo las llamas infernales auguradas por el apocalipsis.

En otras palabras, ‘Limbo’ de John Templanza Better tiene tal fuerza que se situó en lo más profundo de mí y cultivó mis temores, por lo que comprendí que no todo muere cuando muere, siempre habrá un limbo, para los escritores y lectores, este lugar será el de la palabra. Allí nos resguardamos de la vida y de la muerte.