Por Álvaro Benedetti /Especial para El País
El presidente Gustavo Petro entra en el último tramo de su mandato como una figura que condensa, al mismo tiempo, la promesa de transformación y el riesgo de la autonegación. Lo que comenzó como un experimento inédito —un gobierno de izquierda liderado por un exguerrillero en Colombia— ha devenido en un laboratorio convulso de tensiones entre reforma y ruptura, entre institucionalismo y pulsión destituyente. Como en la célebre paradoja del abuelo, el progresismo colombiano corre el riesgo de borrar las condiciones mismas que permitieron su llegada al poder.
Instalada la última legislatura y con un gobierno atravesado por matices y tensiones internas, el último año de Petro no será el de la consolidación, sino el del juicio político. No en términos jurídicos, sino en clave histórica: ¿qué queda más allá de la retórica y los pulsos simbólicos? ¿Qué efectos concretos dejará su gobierno sobre la calidad del Estado, la legitimidad democrática y la vida cotidiana de millones de colombianos?
La gran paradoja está servida. Petro ha sido un crítico feroz del modelo económico neoliberal, de las élites políticas tradicionales y de los pactos que, con todas sus falencias, sostuvieron la transición democrática colombiana desde los años 90. Su proyecto busca refundar, no reformar. Pero en ese gesto refundacional se ha debilitado la institucionalidad que permitió que la izquierda llegara al poder por medios democráticos.
En estos últimos meses, Petro intensificará su apuesta por movilizar desde afuera lo que no puede consolidar desde adentro. El Congreso se ha convertido en un espacio hostil, los medios tradicionales en blanco de sus críticas, y las Cortes en objeto de sospecha.
Ante ese cerco, el Presidente apela a las calles, a la narrativa de la traición, al antagonismo como método de gobierno. Incluso, la reciente escalada discursiva sobre un potencial conflicto fronterizo con Perú aparece como un recurso funcional para reinstalar la lógica de “país sitiado” y desviar la atención de los problemas de gestión interna. Frente a esto, un límite lógico, la erosión del consenso democrático y el debilitamiento del Estado no garantizan el cambio, sino el caos.
Los logros del Gobierno son ambivalentes. Hay avances simbólicos: mayor visibilidad de poblaciones excluidas, enfoque ambiental transversal y una agenda social que reconfigura el debate público. Pero en lo estructural, el balance es frágil. Las reformas clave —salud, pensiones, laboral— enfrentan serios impedimentos, en su mayoría por su débil viabilidad técnica. En lo económico, persiste una relativa estabilidad macro, pero con crecientes presiones fiscales y una inversión privada marcada por la cautela.
El último año podría ser también el de la introspección. Si el progresismo quiere sobrevivir a sí mismo, necesita abandonar la tentación de la tabla rasa. En lugar de destruir las estructuras heredadas, debe aprender a operarlas con inteligencia. En vez de disputar el relato, a través del conflicto permanente, podría optar por una narrativa de resultados verificables, de reformas viables, de acuerdos duraderos.
No es demasiado tarde para reorientar el rumbo, pero sí para improvisar. Petro podría cerrar su mandato como el líder que abrió un nuevo ciclo político en Colombia, o como quien dinamitó los puentes que podrían haber garantizado la continuidad democrática de un proyecto alternativo. El progresismo no se mide por su capacidad de denunciar, sino por su habilidad para gobernar sin caer en el abismo de su propia contradicción.
La paradoja del abuelo resuena con fuerza en este cierre de ciclo. Si el presidente destruye —por exceso de fervor o por cálculo político— los marcos que posibilitaron su llegada al poder terminará por condenar a su propio legado a la irrelevancia o al rechazo.