Primero fueron los reclamos de unos hinchas furibundos al técnico del Deportivo Cali, Alfredo Arias, luego de perder un partido frente a Bucaramanga.
Después llegó la invasión al campo de entrenamiento en la sede del equipo en la capital del Valle, en la que increparon e insultaron a los jugadores y al cuerpo técnico.
Las agresiones continuaron el lunes en la noche con el ataque de vándalos al bus en el que los futbolistas llegaban al estadio para enfrentar al Deportivo Pasto.
Y ayer en la madrugada el blanco fue la sede administrativa del Cali en el norte de la ciudad, que fue apedreada y destrozados sus ventanales.
En eso, en actos delincuenciales, vandalismo, amenazas, insultos y provocaciones está quedando el fútbol colombiano por cuenta de quienes lo han convertido en territorio para la violencia.
Por muchas pasiones que despierte y por tanto que duelan los malos resultados, nada justifica que la brutalidad se tome al balompié nacional.
El asunto ya no es de diálogos o de acuerdos, que no funcionan como se ve cada vez que Cali se convierte en campo de batalla de las barras bravas, en el que se destruyen los bienes públicos, se arremete contra la propiedad privada e incluso se asesina.
A los hampones que promueven y cometen esos actos a nombre del fútbol hay que encontrarlos y judicializarlos.
Lo que no puede ser es que ese deporte sea el blanco del odio y la violencia.