El problema en Estados Unidos no son las armas en sí; es la estabilidad emocional de la gente, en especial de jóvenes a quienes la posibilidad de tener una pistola o un fusil de asalto los vuelve peligros potenciales para la sociedad.
Es lo que sucede con las masacres que a diario se presentan en el país norteamericano, que este año ya suman 233.
Los casos son atroces, como la matanza hace cuatro semanas en un supermercado de Búfalo que dejó 10 muertos, el de la escuela de Uvalde hace 15 días donde 19 niños y dos maestras fueron asesinados o los 11 episodios sucedidos el fin de semana en diferentes ciudades de los Estados Unidos, que dejaron 11 fallecidos y 40 heridos.
Frente a esa epidemia, hay que resolver en su conjunto dos asuntos: la estabilidad emocional de la población y la venta libre de armas.
Los intentos por regular el armamentismo amparado en la segunda enmienda de la constitución han sido infructuosos, y se estrellan siempre contra el intenso lobby de esa industria en el Congreso así como con la reticencia republicana.
Por ello hay autoridades locales, como la de Nueva York, que han tomado decisiones estatales para limitar el acceso a las armas, subir a 21 años la edad para adquirirlas legalmente y evitar así el corto circuito que producen en la sociedad.
Como dijo el presidente Joseph Biden en una de sus recientes alocuciones, en medio del desespero y por la imposibilidad de hacer algún cambio, “suficiente es suficiente”.
Estados Unidos no puede continuar bajo el régimen del terror de las armas, en manos de ciudadanos descontrolados.