A Haití lo han golpeado siempre los peores desastres.
Desde el terremoto que lo devastó en el 2010 dejando 316.000 muertos, los huracanes que arrasan todo a su paso casi cada año y la pobreza extrema en la que vive el 80% de su población.
A ello se suman la corrupción, la inseguridad y la violencia que tienen sitiado al país y la anarquía que ha llevado a esa nación a ser el paria de la democracia en el continente.
Ahora es el asesinato de su presidente Jovenel Moïse, ocurrido en la madrugada del miércoles a manos de sicarios que ingresaron a su residencia, lo que sume en una nueva crisis al país y agudiza su inestabilidad política y social.
Sucede a dos meses de unas elecciones presidenciales en las que el mandatario no participaría, y son el colofón de una serie de protestas y revueltas sucedidas en los últimos años, en las que se exigía su renuncia, se paralizaron todas las actividades públicas y privadas, estalló un escándalo de corrupción en un programa de asistencia petrolera y se exacerbó el malestar por la situación económica.
Lo cierto es que Haití solo es noticia cuando le ocurre un desastre o un hecho trágico como el asesinato de su mandatario.
Es una nación que no levanta la cabeza mientras los haitianos siguen sufriendo la peor pobreza del continente y el resto del mundo los mira con indiferencia.