Así como falta mucha literatura sobre quiénes han abusado del poder en América Latina, también escasean las historias de sus allegados. No de todos, sino de aquellos personajes tan expertos en convertir el manejo del Estado en asunto de familia.
Ver a generaciones presidenciales obrar cual si fueran casas reales es cada vez más común. Al final, está visto, a fuerza de sus apellidos, terminan forjando linajes.
Luego viene lo de siempre: se enamoran del traje que les prestaron y quieren quedarse con él. Pero como no pueden, se dedican a explotar eso que no tiene pierde ni medida: la condición de ex presidentes.
Sobre esto del vínculo familiar hay un caso que, por estos días, llama la atención porque pinta bien el problema de pies a cabeza.
El hombre se llama Eduardo Bolsonaro y, como es de suponer, es hijo del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien tan elogiosos comentarios ha recibido de parte de algunos sectores de opinión en Colombia. Los mismos que por estos días lamentan la derrota de la señora Marine Le Pen en Francia, y aún no se reponen del duelo por el descalabro de Donald Trump en su fallida reelección.
Eduardo, quizá mañana Bolsonaro II, ha salido muchacho atrevido, auténtica astilla del hombre recio que es su padre. Y tan iletrado como él (otra marcada tendencia en los solios presidenciales, como a todos nos consta), pero, a cambio, bocón.
“Parece, pero no es la jaula de las locas, son solo las personas portadoras de vagina en la CCJ (Comisión de Constitución y Justicia), siendo llevadas a la locura por las verdades dichas por el diputado Éder Mauro”.
Eso dijo Eduardo en abril del año pasado para descalificar a un grupo de mujeres congresistas, como lo es él, autoras de un debate contra el tal Mauro, miembro de su partido, el Liberal, de extrema derecha.
Todo esto no pasaría de ser una simple anécdota, si no vinieran del mismo hombre arteros ataques contra el poder judicial de su país, principal barrera de contención para que a Jair Bolsonaro aún no se le llame tirano, así lo sea. Porque de no ser por la valiente tarea de algunos jueces, ya él se habría hecho con los demás poderes públicos.
Aunque de ese trabajo de demolición se encarga su hijo. Y el príncipe Eduardo no se anda con vainas cuando de despotricar de la justicia se trata. Y de tratar de impedir que actúe.
Hace unos días, por ejemplo, intentó, por la fuerza, estar presente en una diligencia privada. No como simple testigo sino en la tarea de intimidar.
Lo hizo en solidaridad con Daniel Silveira, diputado y copartidario suyo. Silveira, exmilitar, anda poseído por esa nostalgia que a cierta gente le produce ver sus viejos uniformes colgados en el armario. Y como ellos, ha salido a instigar ruido de sables, seguramente con la música de fondo de los desfiles de las dictaduras sesenteras en Brasil. En pocas palabras, Silveira no pasa de ser un vulgar francotirador que apunta a la democracia.
Como se ve a leguas, Eduardo milita en la misoginia y en el fascismo. Los lleva a flor de piel. Es decir, es vivo retrato de su padre. Solo le faltaría irse contra la ciencia como herramienta para hacer frente al Covid-19. No se afanen, también en eso es fiel a su papá. Ambos pasan de largo ante las 660 mil vidas que el bicho se ha cargado allí.
Por eso y mucho más, Eduardito está ahora a las puertas de un juicio. El Consejo de Ética del Congreso lo va a procesar. Buena cosa. Solo que no pasará nada. Porque la ética no está en sus cuentas. Y, además, como pasa allá y aquí, la absolución está garantizada con la aplanadora del gobierno en el Congreso a la hora de la verdad. En eso terminan allá los procesos de Consejos como ese y los intentos de mociones de censura aquí.
Aunque, si algo nos sirve de consuelo, menos mal para eso está la historia. Para no olvidar. Porque si algo está claro en ella es que no siempre la escriben los vencedores.
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