Ya todo está decidido. No creo que a estas alturas ni usted ni yo ni algún colombiano cambie su intención de voto para el próximo domingo, así es que gane quien gane, el futuro inmediato del país ya está marcado.

Mi preocupación va a más largo plazo. Después de ver esta campaña en la que todo se ha permitido, incluso pasarse las leyes y la ética por la faja; en la que se repitieron las marrullas de siempre con los mismos de siempre, en especial con los reyes del transfuguismo; en la que las empresas electorales recibieron personajes de dudosa procedencia y actuación con tal de que arrastraran votos; en fin, después de todo ello creo que nos merecemos una transformación en la manera de hacer política y, sobre todo, necesitamos un relevo de quienes hoy son los protagonistas de la vida política del país.

El problema es con quién lo hacemos. Por más que busco, no veo en las nuevas generaciones a muchos con talla de estadistas, que tengan en su cabeza al país -a todo el país, no solo a una parte de él- y que estén en capacidad de enderezar el rumbo de la Nación para meternos en el camino del progreso, de la transformación que genere oportunidades y cierre las brechas que hoy existen. Nada de lo cual se consigue a punta de populismo.

No digo que no haya nadie, es que no alcanzo a verlos o a reconocerlos. Si miro hacia los partidos tradicionales, esos que parecen caminar por la senda de la muerte lenta, lo que observo son dinosaurios mañosos, algunos con una prole a la que le transmiten sus ‘conocimientos’ para que le den continuidad a su ‘legado’. Si pienso en los movimientos que han proliferado en la última década, veo que en su mayoría son más de lo mismo -apenas con un cambio de nombre-, entre otras razones porque muchos de sus actuales integrantes cayeron en paracaídas desde esos partidos tradicionales que son más parecidos entre sí de lo que aceptan ser.

Aquellas propuestas nuevas -sí, las de centro-, que me ilusionaron en algún momento, hoy están desvanecidas, sin norte, con los mismos de siempre, desgastados y sin opciones de relevo generacional. Y cuándo volteo hacia la izquierda, donde nadie niega que abundan los jóvenes, lo que veo es una rabia incontenida, una ceguera que se riega como virus, una incapacidad de conciliar que es lo que más necesita hoy Colombia.

Por eso me pregunto qué pasará dentro de cuatro años -ni siquiera me cabe en la cabeza que quien gane este domingo pretenda atornillarse en el poder porque entonces se nos cumpliría la peor pesadilla-, si habremos evolucionado en la manera de hacer la política, si estarán los mismos de siempre, si seguiremos condenados a escoger entre dos opciones por puro descarte.

O si habrán aparecido aquellos nuevos líderes, que hoy me son tan borrosos, que piensen primero en el país, que no se dejen corromper por las mañas, que hagan de la ética y el juego limpio las banderas de sus campañas. Espero, o sueño al mejor estilo de Martin Luther King, debates donde se discutan las ideas y propuestas, donde el contrincante sea capaz de reconocer lo positivo del otro, donde salga el compromiso de trabajar por los colombianos con respeto y dedicación, sin que ello signifique renunciar a hacer oposición cuando sea necesario.

Ojalá en un futuro próximo emerjan no dos o tres sino muchas alternativas nuevas, que permitan creer que hay esperanza en el país y en quienes están llamados a dirigirlo.

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