Condenaron a Álvaro Uribe Vélez. No es solo una frase, es un golpe que va más allá de lo jurídico. No es únicamente un fallo judicial: es la inmovilización de un hombre que representa la voz de millones de colombianos, la figura más incómoda para quienes ven en él un obstáculo a sus proyectos de poder. Duele no solo porque condenan a un líder, sino porque lo callan, lo aíslan y buscan borrarlo de la conversación nacional.
Álvaro Uribe es, ante todo, un hombre que asumió las cargas más pesadas del poder sin esconderse detrás del discurso. Cometió errores, como los comete todo el que actúa, pero su liderazgo no puede entenderse sin el contexto de un país al borde del colapso. Fue un gobernante firme, el que decidió hacer lo que muchos no se atrevieron, y por eso cambió el rumbo de Colombia.
Por eso este fallo afecta de una manera especial. No es solo que la jueza Sandra Heredia lo haya condenado por soborno en actuación penal y fraude procesal, es que además le haya impuesto prisión domiciliaria, impidiéndole defenderse en libertad mientras apela, en contra incluso de la jurisprudencia existente. No es una simple medida cautelar: es una forma de silenciarlo. Uribe no podrá recorrer el país, no podrá reunirse cara a cara con los ciudadanos, no podrá liderar a la oposición ni hablarle de frente a la Colombia que lo respalda. Lo reducen al silencio forzado de sus paredes, como si la justicia hubiera decidido que el expresidente más influyente de este siglo debe ser también el opositor más callado.
¿De qué sirve la segunda instancia si te atan las manos y te tapan la boca? ¿De qué sirve apelar si no puedes defenderte en el escenario natural de tu lucha: el territorio y el contacto con la gente? Porque de eso se trata también esta condena: de arrancar a Uribe del país real, del que recorrió cuando todos los demás lo abandonaron. Es imposible no ver en esta decisión una maniobra que va más allá de lo legal.
Para algunos, esto es justicia ejemplarizante. Para otros, como yo, esto es la revancha política disfrazada de legalidad. La justicia se vuelve trinchera cuando parece responder más a los relatos que a los hechos. Y eso es lo que hoy percibimos: un fallo politizado, escrito más para saciar el clamor de quienes odian a Uribe que para garantizar un proceso equilibrado.
Pero el problema no termina en el caso de un hombre. Lo que está en juego es mucho más grande: es la confianza en la justicia, la salud del debate democrático y la capacidad del país para reconciliarse consigo mismo. Una justicia que silencia no construye paz, abre más heridas. Una justicia que parece buscar vengar, no sanar, fractura más de lo que corrige.
Lo que está en juego ya no es solo el destino judicial de Álvaro Uribe, es la garantía de que en Colombia nadie sea silenciado por pensar distinto o por desafiar los relatos dominantes. Esta no es la hora del odio, sino de exigir que la justicia sea justicia, no herramienta de poder. La apelación no puede ser solo un trámite, debe ser la oportunidad de que prevalezcan los hechos sobre las narrativas, porque si algo nos enseña la historia es que las voces que intentan acallar, terminan haciéndose más fuertes. Y las causas que buscan silenciar, más invencibles.