Como lo hemos sostenido, el tortuoso trámite de ‘preaprobación’ política de los proyectos de ley de origen gubernamental -entre ellos, el de reforma a la salud- no es el que contempla la Constitución para el ejercicio de la función legislativa, entre otras razones porque, si bien las bancadas son de los partidos, lo que dispone la Carta Magna es que los debates y las votaciones se deben dar formalmente en las comisiones y cámaras, según las normas constitucionales y reglamentarias, no en medio del agitado ir y venir de reuniones, acuerdos y desacuerdos entre el Ejecutivo y esas colectividades.

Nos parece que, además del desgaste que este viacrucis ha generado y seguirá generando para el Gobierno y sus iniciativas, se está desnaturalizando la función legislativa del Congreso y, en cuanto se provoque el ‘pupitrazo’, se está despojando a sus miembros de la posibilidad de considerar, discutir, deliberar y razonar -antes de votar- sobre los contenidos de los proyectos sometidos a su estudio.

Si ya está decidido todo por quienes dirigen los partidos y si ya hay compromisos acerca de cómo debe votar cada bancada, sobran los debates, y el papel de los congresistas -elegidos y posesionados como tales- se reduce a obedecer ciegamente unas instrucciones de las que no se pueden apartar. Un triste papel que desvaloriza al Congreso como titular de la cláusula general de competencia legislativa, en representación del pueblo.

Recordemos que el Gobierno goza de iniciativa -en algunos casos privativa-, es decir, tiene una amplísima posibilidad de presentar proyectos de ley y de acto legislativo -reformatorio de la Constitución- a consideración del Congreso. El presidente de la República y los ministros -que son sus voceros ante las cámaras- tienen plena facultad para concebir, redactar, sustentar, presentar y defender ante el Congreso sus propias iniciativas.

El Congreso es el llamado a decidir -previa discusión y mediante los votos de sus miembros- si las acoge, aprueba, imprueba, modifica, recorta o adiciona. Pero el mismo Ejecutivo, quizá con la buena intención de asegurar que sus proyectos sean aprobados, los debilita y desvirtúa cuando los somete a previa aprobación de los partidos, o de las entidades interesadas. Véase que, en el caso de la reforma a la salud, unos partidos condicionaron su apoyo a la forzosa incorporación de al menos 133 proposiciones sobre el texto de la ponencia.

Resulta muy difícil que de allí salga algo coherente y completo. El más probable es un texto precipitado, carente de orientación y sentido fundamental, y muy diferente al que se concibió inicialmente por el Gobierno, titular teórico de la iniciativa.

Ello, sin contar con el muy grave riesgo de inconstitucionalidad del trámite, pues si el contenido final acordado, sobre el cual votarán las bancadas ya comprometidas, afecta el núcleo esencial de derechos fundamentales, como lo es la salud, el trámite no puede ser el de una ley ordinaria sino el previsto por la Constitución para las leyes estatutarias, con mayorías calificadas, primeros debates en las comisiones primeras de Cámara y Senado, y revisión previa y oficiosa de la Corte Constitucional.

Ojalá esta práctica, que sustituye al Congreso, no se repita en el futuro.