A pesar de que ambas actividades son públicas y gozan de una cierta aceptación, hasta un niño podría ver las increíbles diferencias que las separan: la política es más rentable, por ejemplo, y salvo casos marginales un político no muere en la pobreza, como murieron León de Greiff o Porfirio Barba Jacob.
Mientras está activo un escritor no tiene esquema de seguridad, autos blindados ni guardaespaldas a cargo del erario público; tampoco gana 34 millones de pesos mensuales ni decide sobre partidas presupuestales o contratos, ni tiene nada qué negociar con el Ejecutivo. No lo corrompen, pues nadie quiere nada de él que pueda ser objeto de una coima.
Odebrecht, por decir algo, jamás buscaría a un escritor. ¿Qué podría querer de alguien que escribe?
Sin embargo, ambos personajes, el político y el escritor, existen gracias a una sociedad que los sostiene, que decide cuál es su lugar y que, en un momento dado, presiona para que uno u otro sea decisivo en un periodo específico de la historia. Porque tanto el político como el escritor dependen de la opinión pública: por uno de ellos se vota, por el otro se compra un libro y, al hacerlo, se le da un espacio de influencia. García Márquez, el más influyente escritor en la historia de nuestro país, tuvo más lectores que, en votos, cualquiera de nuestros políticos. Ni siquiera Uribe, sumando sus elecciones ganadas, llegó a la periferia de lo que fueron y siguen siendo los lectores de García Márquez.
Y eso que los libros hay que comprarlos. Los votos no le cuestan un peso al votante y, en todo caso, es al revés: en algunos casos se compran. ¿Puede alguien imaginar que un escritor pagara a sus lectores por leerlo? ¿O que un grupo armado presionara a un pueblo para que leyera a un autor y no a otro?
En Colombia el Estado no sólo no apoya a los escritores, sino que los clasifica en listas negras o grises de acuerdo a sus filiaciones políticas. En sociedades más avanzadas, como México, el Estado sostiene económicamente a los escritores con la convicción de que cada uno trabaja no sólo para sí mismo, sino también por la imagen del país. Cada libro mexicano es una roca en el inmenso mural de la cultura nacional y por eso el estado les ayuda con becas, subvenciones, premios.
Pero la diferencia más abrumadora entre un político y un escritor es su relación con la verdad. El escritor, como dijo Vargas Llosa, narra “mentiras”, pero al hacerlo llega a profundas verdades sobre la condición humana, las relaciones entre las personas, la vida y el pasado y la historia. El político, en cambio, opera sobre lo cotidiano y, en consecuencia, no debe alejarse nunca de lo que es verdadero, verificable, comprensible y comprobable. Pero lo que nos muestra la experiencia es que ciertos políticos están más cerca de la mentira que de la verdad, sin que en ellos opere la más mínima intención estética que lleve después a algo certero. No. Lejos de eso. Confunden, ocultan lo verdadero y nos dan gato por liebre. ¿Quiénes dicen la verdad?
Cada día vemos cómo las grandes frases son estandartes banales que se derrumban al mínimo toque. Ahora que Trump perdió y pasará al desguasadero de la Historia, es posible que sus adoradores en Colombia comprendan que con la mentira no se llega tan lejos. Ojalá. Es mejor dejar la mentira a los escritores, pues ellos sí saben y pueden transformarla en algo valioso.
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