Por estos días, viendo algunos de los partidos de la Champions League europea, vuelvo a pensar en la abismal distancia que, en terreno futbolero, nos separa del otro lado del Atlántico. Observación banal, claro, pues los motivos -obvios- resuenan como sirenas de buque: la escalofriante diferencia económica, el glamour de los equipos, la capacidad de los estadios, las multitudinarias aficiones, el costo de los derechos televisivos, las ganancias como marca de cada equipo a través de sus seductoras tiendas, y, en general, la economía global del fútbol, ligada, claro, a la sociología e incluso a la filosofía del modo en que ese deporte está asentado en la psique, la identidad y la cultura de cada país europeo. Una vez fui con un poeta español a un monasterio ortodoxo griego en el Monte Athos. Tras ser presentados, el pope que nos dio la bienvenida con su mitra y sus estolas miró fijamente a mi amigo y le dijo: “Soy del Real Madrid”. Ni pregunté por el Santa Fe o el América de Cali.

Dejando de lado todo esto, hay más motivos. ¿Cómo va a ser de calidad nuestro campeonato si los mejores futbolistas no juegan en Colombia? Debemos admitir que, desde el punto de vista humano, el fútbol local se nutre del raspado de la olla, se hace con los jugadores que nadie quiso comprar afuera y, por lo tanto, no les quedó otro remedio que quedarse.
Por eso es de entrada una liga de perdedores que, en tal virtud, parecen reunidos sobre el campo sobre todo para darse empujones y patadas.

Más que un espectáculo deportivo, este fútbol es la evidencia sociológica del desamparo, de la violencia del país, con muchachos heridos al nacer por la pobreza, la falta de educación y oportunidades y en muchos casos también por la orfandad. Raro es el partido donde no haya dos o tres penaltis y en el que al menos un jugador no salga expulsado. De vez en cuando aparecen perlas tipo Cuadrado, Falcao o James, pues, como dice la Biblia, “el espíritu sopla donde quiera”, pero estas joyas son rápidamente exportadas.

Ahora bien, lo que más me ha sorprendido es que, aún en esta resequedad lunar, haya signos de vida. Por ejemplo, un mercado de fichajes. Por increíble que suene, los equipos colombianos compran jugadores argentinos, uruguayos, a veces brasileños. Y yo me pregunto: ¿Qué silenciosa catástrofe supondrá para esos jugadores argentinos, por ejemplo, que se sepa en sus familias o en su barrio que se van a jugar a Colombia? Un fútbol con equipos sin afición. El América, el Cali, el Junior, los de Medellín o Bogotá, vaya y venga. ¿Pero qué es eso de Jaguares o Patriotas?

Y ni hablar de las canchas. Dejando de lado las grandes urbes presuntuosas, este es un fútbol que, prácticamente, se juega en potreros sin pasto, lodazales con tribunas de medio pelo que dan a carreteras secundarias. Siento compasión al ver en los noticieros los análisis, sin proporción alguna entre lo sofisticado de los medios técnicos, con cámaras especiales que detienen la imagen, y la realidad de ese fútbol pobre.

Pero ahora que me aficioné al programa futbolero de Hernán Peláez y Martín de Francisco veo las cosas desde otra perspectiva, e incluso me pareció que el segundo gol del América al Cali, la semana pasada, parecía como del Barça. Comprendí que el entusiasmo de los tendidos salva una mala faena y que, en la pobreza, uno acaba por querer sus viejos ‘zapatos rotos’.
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